Volver siempre a los brazos
Nicole Holofcener es como un secreto bien guardado del cine independiente norteamericano, en una vertiente poco habitual: sus películas merodean tonos y registros del mainstream, cuentan con figuras reconocidas de Hollywood, pero tienen una personalidad que a la vez la llevan a alejarse de ciertas posturas del indie más repetido. Sus películas transitan atmósferas relajadas; hay dramas pero nunca caminos tortuosos, no hay imposturas ni poses malditas: es un indie que se parece un poco al de otra mujer, Lisa Chodolenko. Tal vez para algunos se trate de films livianos, ligeros, amables, pero no mucho más que eso, incluso los pueden tildar de tibios en algunos aspectos. Pero sería estar rehuyendo al verdadero placer que significa permanecer en los mundos que la directora propone, que a la vez no le escapan a lo difícil o complejo de la vida. Una segunda oportunidad es una obra de una calidez enorme, que confirma todas las bondades de su cine.
Una segunda oportunidad explota el universo femenino de mujeres por encima de la edad media de la comedia romántica hollywoodense, pero evita hacer de esto una declaración de principios o un “ah miren, los viejos también pueden tener sexo”. En verdad la elección de la edad de los personajes es crucial para el relato: hablamos de gente que ya atravesó historias, que tienen hijos grandes, que se enfrentan a la encrucijada del nido vacío, que tienen que descifrar si vuelven a confiar en el amor o que no pueden despegarse del rencor adosado del pasado. Son temas universales y cruciales, pero mínimos. El de Holofcener no es el mundo de los grandes temas, o al menos de los grandes temas que entiende el cine. Honestidad: no todos sufrimos grandes conflictos existenciales ante la posibilidad de que el café se nos queme en el desayuno o construimos una épica personal conscientemente y a cada paso, pero sí es probable que tengamos rencor con una ex pareja o no sepamos si esa persona que nos gusta es la ideal o tal vez tengamos que tolerar en el trabajo gente que nos resulte antipática. Una segunda oportunidad es este mundo -el de los mortales, digamos-, hecho cine, con simpleza, inteligencia, sensibilidad y talento.
Todo parece simple aquí, pero profundizando la mirada no lo es para nada. Son muchos los temas que transitan la película -muchísimos, créame- y sin embargo en ningún momento los conflictos se amontonan o tornan barroca la narración. Por el contrario, el camino de Una segunda oportunidad es de una claridad y tersura asombrosa, tanta que da envidia, en serio. Los diálogos son inteligentes y no buscan el ingenio del impacto inmediato, están en la senda de un Woody Allen pero más amable y menos cínico, o son de un cinismo autoconsciente: en ese sentido es clave la figura de Julia Louis-Dreyfus, actriz famosa a partir de la sit-com más maniática y autoconsciente de la historia -Seinfeld-, que parece decir con su presencia que a cierta altura de la vida es mejor dejar de lado algunas imposturas y dejarse llevar. De ahí la coherencia de su título original: “Enough said”. ¡Basta!
Hablamos de Julia Louis-Dreyfus, pero algo que complementa y amplifica los sentidos del film de Holofcener es la presencia de James Gandolfini. Destacarlo parece caer en el lugar común de tener que celebrarlo porque se murió hace poco. No, nada más alejado de eso. Gandolfini es el interés romántico de Louis-Dreyfus, y ese cuerpo gigantesco, voluptuoso, pero a la vez dócil, como de leñador tierno, no podía ser más claro respecto de muchas de las intenciones de la película. Imperfecciones (el cuerpo robusto) que contradicen la comedia romántica; y que sirven para anticipar las varias amarguras que comenzarán a dinamitar la luminosidad de la primera hora de película. Cuando la dupla Louis-Dreyfus – Gandolfini comparte pantalla, todo se ilumina. Son graciosos, son tiernos, son seductores, son amables (la última escena es notable en ese sentido). Ese clima, de languidez, se complementa con el aire menos tenso que le imprime el paisaje de Los Angeles a la comedia romántica contra la neurosis de Nueva York. Holofcener construye una comedia romántica atípica, que marca sus distancias a través de la geografía, de las actuaciones, de los cuerpos que parodian esos lugares comunes, de los diálogos intensos pero despreocupados; que como su personaje principal desconfía de las bondades de ese espíritu juguetón de lo romántico, pero no puede más que irremediablemente volver a sus brazos.