“Los tiempos de Dios son perfectos”, reza la frase popular y es justamente este adagio el que la comedia Una Semana y Un Día (Shavua ve Yom, 2016) intenta desmentir y lo consigue de manera contundente. Los tiempos de Dios, al ser tiempos, son tan relativos e imperfectos como los tiempos de cualquier otro.
Entonces, no es casualidad que la ópera prima del director israelí Asaph Polinsky arranque el día en que termina el Shiv’ah —la semana que dispone el judaísmo para despedir a un familiar fallecido— para Vicky y Eyal. Finalmente solos, una vez que partieron los familiares que llegaron a acompañarlos y el cronómetro del Shiv’ah llegó a cero forzándolos a soltar la tristeza, la pareja de padres huérfanos (porque la orfandad funciona también a la inversa), debe retomar su rutina. Y, como es común cuando se padece una pérdida, los intentos por volver a la cotidianeidad son erráticos.
Otra frase que miente: los duelos se pelean de a dos. Eyal y Vicky, cada uno como puede pero por separado, encaran el nuevo día siguiendo dos metodologías inversas: Vicky, pragmática, decide regresar a su trabajo y ni loca va a perderse su cita en el dentista. Eyal, romántico, visita el hospicio donde estuvo internado su hijo y empieza una búsqueda quijotesca de la manta con la que éste se cobijaba. Dicha búsqueda introduce en la trama a Zooler, un joven inepto, casi que desempleado y otrora mejor amigo del fallecido, que se vuelve el Sancho de esta historia y acompaña a Eyal mientras da sus pasos en falso buscando sentido entre tanto desconsuelo. Este dúo cervantino produce los momentos cómicos del film con una mezcla justa de deadpan y slapstick, recursos del humor clásico como posibles antídotos para el dolor, tanto o más efectivos que el cannabis medicinal que el par fuma a través de toda la película.
Para seguir con los proverbios, uno comprobado: la muerte siempre se vive como metáfora. Es en la lectura de pequeños símbolos que los vivientes creemos acercarnos a una parcial comprensión de las complejidades de la muerte, sin éxito, por supuesto; nadie que está vivo puede entender lo que realmente implica estar muerto. Lo que sí podemos comprender es el dolor ajeno del vecino que también adolece, y podemos empatizar con ese dolor, y sentirnos acompañados en el nuestro. Bajo esta premisa transcurre la catarsis del film, uno de los muchísimos puntos altos de la obra (las interpretaciones y los diálogos son otros dos), que además de completar el arco dramático del protagonista, señala dónde la religión y sus dogmas y sus ritos y sus tiempos se quedan cortos: las despedidas duran lo que duran, ni más ni menos. A veces una semana y un día.