Esta ópera prima israelí estrenada en la Semana de la Crítica del Festival de Cannes 2016 aborda sin solemnidades ni golpes bajos el duelo de unos padres tras la muerte de su hijo veinteañero.
Nacido en los Estados Unidos, pero radicado en Israel, Asaph Polonsky debutó en el largometraje con esta película que describe las desventuras de un matrimonio maduro que sufre la muerte de su hijo de 25 años. Concentrado en el último de los siete días que dura el shiva (período de duelo) y en la jornada siguiente (de allí el título), el film describe con lujo de detalle y sin caer en lugares comunes las muy distintas reacciones de Eyal Spivak (Shai Avivi), con arranques de violencia por la sensación de frustración y ciertas regresiones; y de su esposa Vicky (Evgenia Dodina), más sumergida en el dolor y una desconexión que intenta quebrar retomando su cotidianeidad (volver a su trabajo de maestra, asistir a una cita con la dentista, etc.).
El director dedica buena parte de la hora y media de esta tragicomedia (porque por momentos irrumpen situaciones de humor absurdo en medio de la angustia) a las desventuras de Eyal, sus maloshumores, su obsesión por recuperar en el hospital una manta que pertenecía a su hijo Ronnie o las patéticas actividades (del tipo fumar un porro) que comparte con Zooler (Tomer Kapon), el hijo de unos vecinos y que alguna vez supo ser amigo del muchacho muerto.
Aunque la segunda mitad no logra sostener el tono desbordado ni la capacidad de sorpresa de la primera, Una semana y un día es un valioso film sobre cómo (intentar) procesar la pérdida, la ausencia, la muerte, que en muchos casos es por medio de la deriva, de la huida, de los desvíos, de los atajos hasta poder conectar de a poco, como se puede, como sale, con el núcleo del dolor. En ese sentido, bajo una apariencia de película algo superficial, se trata de una ópera prima de una madurez inusitada con incisivas observaciones y múltiples hallazgos.