Entre la tragicomedia, el absurdo y la melancolía.
La sinopsis oficial de Una semana y un día prenuncia, casi al borde del spoiler, que el protagonista terminará descubriendo “que todavía hay cosas en su vida que vale la pena vivir”. Luz de alerta, entonces, ante uno de esos potenciales relatos sobre aprendizajes y enseñanzas que, finalmente, no es tal. Estrenada en la Semana de la Crítica de Cannes del año pasado, la ópera prima del realizador israelí –aunque nacido en Washington, Estados Unidos– Asaph Polonsky surfea la historia del duelo de un matrimonio por la muerte de su hijo a raíz de una enfermedad terminal con inteligencia y sin un ápice de conmiseración ni mucho menos el aura trágica y espesa de la escuela de Michael Haneke. Lo que no implica que se tome el asunto para la chacota, como podría haber hecho algún realizador de estirpe nihilista o misantrópica. En todo caso, lo que prima aquí es un sentido de equilibrio entre todos sus componentes.
Ese equilibrio debe entenderse como mesura y honestidad intelectual a la hora de observar cómo la pareja protagónica asimila una pérdida cercana, tanto en vínculo como en tiempo, sin enjuiciarlos y tratando de comprenderlos. Sucede que el film comienza el día inmediatamente posterior al fin de la Shiva, la ceremonia judía del duelo que se extiende durante una semana, cuando ya pasaron las comidas y las condolencias de rigor y el matrimonio compuesto por Eyal (Shai Avivi) y Vicky (Evgenia Dodina) está obligado a enfrentarse a la certeza de la soledad absoluta. Las reacciones son opuestas aunque complementarias: ella intenta encontrar un paliativo en el regreso a la rutina (su trabajo como docente, un tratamiento odontológico en ciernes), mientras que él luce más perdido y canaliza su frustración con abruptos ataques de violencia y un vagabundeo aleatorio digno de una película de Linklater. También fumándose algún que otro porro con el hijo de los vecinos, un auténtico slacker (para seguir con las referencias al cine del director Rebeldes y confundidos y Antes del amanecer) que practica air guitar y trabaja como delivery.
Este último personaje es la excusa narrativa para la vertiente más humorística y absurda del relato. ¿Humor absurdo en una película sobre una muerte? ¿Y por qué no? A fin de cuentas, el tono de Una semana y un día va entre la tragicomedia y la melancolía sin caer en la elegía, signo de que está más interesada en pensar qué hará la pareja con el futuro antes que en cómo metaboliza el pasado. El problema es que ese humor por momentos se impone al eje más dramático, empujando a la película a coquetear peligrosamente con la relativización del dolor ajeno. Lo que no cambia es la deriva naturalista y extrañada producto del comportamiento impredecible de la pareja. Tampoco los excesos de una banda sonora que irrumpe cuando menos se la necesita con el único objetivo de subrayar sentimientos y un par de escenas que dialogan de forma explícita con la idea central del duelo, quitándole así parte de la sutiliza que hasta ese momento Polonsky había sabido sostener. Con un poco más de seguridad a la hora de confiar en su materia prima, el resultado hubiera sido mucho mejor. A fin de cuentas, capacidad para observar tiene de sobra.