Si toda película puede pensarse como la construcción de un posible hogar que sirva de refugio para la más variada combinación de personas y personajes, las vidas que Terence Davies viene poniendo bajo el techo de su cine forman una verdadera comunidad de resistentes y frágiles almas que escapan de los sendos destinos y mandatos que se les imponen. Él mismo ha utilizado su cine como un espacio de subsistencia, desde el cual se permite recordar con particular nostalgia esos tiempos definitivamente perdidos que formaron su manera de ver el mundo, evocativas visiones de una infancia nada feliz a la cual rememora desde la retaguardia de sus imágenes. Está ud sola en su rebelión, señorita Dickinson, le dirá la headmistress del colegio religioso del que termina huyendo, no por que la echen sino porque ella así lo desea. Sola, en el medio del inmenso espacio, entre la entrega a una vida sin pecados y otra de pura espera a la redención, Emily no tiene otra cosa que la sinceridad de sus sentimientos, y ahora mismo, ante la pregunta de la entrega o la renuncia, no podrá responder, impávida, otra que cosa que saberse ignorante porque ella “no siente nada”.
Consecuentemente, en A quiet passion, su biopic en torno a la vida y obra de Emily Dickinson, estamos la mayor parte del tiempo dentro de los confines de un hogar. Se trata de la casa familiar de los Dickinson, en Amherst, Massachusetts, plena de dorada luz que entra por todas las ventanas pero lo suficientemente oscura y fría por las noches como para permitir que se vuelva el espacio ideal para que Emily escriba sus poemas (entre las tres de la mañana y el amanecer, tal su horario de escritura preferido). Lo interior, parte esencial de la vida de todo poeta que se precie de tal, encuentra en la película de Davies una predominancia absoluta. Y aquí esa interioridad se refleja en la intimidad de una vida adentro, que, a medida que la tragedia del vivir se imponga, indefectiblemente, sobre varios de los miembros de esta familia, la poeta se irá encerrando cada vez más y más, sabiendo, tal vez, que el confort de las palabras servirán para aplacar la incertidumbre y el dolor que la afligen. Cerca del inicio, se verá uno de los momentos más poderosos que Davies haya filmado. Sentados frente al fuego, la familia Dickinson se encuentra en silencio, cada uno atentos a sus tareas. La primera en tomar conciencia del silencio que los rodea es Emily, y en ella comienza un paneo circular que irá mostrando a cada en sus ensimismamientos y una sensación de finitud ineludible los atrapará. Davis comprende que un hogar es mucho más que una casa: es un espacio de recuerdos espectrales, una construcción hecha de memorias, una zona posible de introspección. Y cuando la cámara se ponga enfrente de los ojos llenos de lágrimas de la madre de Emily, sabremos que las cosas serán de esta manera y que lo interior hará todo lo posible por salir y dejarse ver en todo su doloroso esplendor.
Pero lo importante es ver cómo ese interior se dispara hacia afuera. El retrato que Davis realiza de Dickinson contempla no solo su faceta como artista y verdadera observadora de su época sino que además la expone como una mujer de su tiempo. Al comentar la escena de la confesión en Madonna and child (1980), Davies habla de una diálogo entre de Jennifer Jones y William Holden en la película de Henry King Love is a many-splendored thing (1955): “las palabras no se escuchan, se sienten”. Quizás es esa misma idea la que intenta replicar cuando deja que varias de las poesías de Emily se escuchen en off, completas, en medio de varias escenas. Es un recurso perfecto porque no permite entrever, dentro de los límites de su propia percepción del mundo, la bisagra entre lo exterior y lo interior. El hecho y su consecuente expresión poética. Para Davies no hay escisión posible entre la persona y la artista, el peso de ser una se aplaca en la otra y viceversa. Sin embargo,cada vez que Emily habla, y tiene muchas cosas para decir, lo hace de una manera completamente opuesta a su escritura. Allí donde sus poesías se revelan como pequeños objetos, frágiles versos cortos que contienen en ellos miles de resonancias, su ánimo siempre dispuesto a enfrentar cada aspecto de su época que le molesta da muestra de una figura profundamente preocupada por modificar las imposiciones de su tiempo. Ya sea desde el enojo o la calma, las interacciones que sostiene con su hermano, su padre o un sacerdote del que se enamora, cruces donde las ideas sobre la religión, el lugar de la mujer y la ineludible llegada de la muerte exponen a una Dickinson inédita. Mi alma me pertenece, dirá luego de negarse a arrodillarse y orar. La carta de un editor que rechaza publicar sus poemas “porque teme que las mujeres no puedan crear tesoros literarios permanentes” o la pelea con su hermano por mostrarse impune ante el hecho de engañar a su esposa son tan solo dos ejemplos que desatan en ella sentimientos incontrolables.
La amistad que entabla con Vryling Buffam, recientemente llegada a Massachusetts, las vuelve aliadas en el sentimiento de rebeldía hacia los mandatos y el pensamiento de decencia que toda dama debe llevar. Su hermana Vinnie será el tercer miembro de esta alianza y sobre ellas Davies pondrá en funcionamiento el que tal vez sea el hallazgo más sorprendente de A quiet passion: su desenfadado humor. A través de las ásperas observaciones que este trío femenino suscita en torno a cualquier tópico, Davies deja entrever otra faceta de Dickinson que tal vez nunca habríamos sospechado y de paso espanta todos los posibles fantasmas que harían de una biopic sobre Dickinson algo lo suficientemente solemne para acercarla más bien a algo similar a lo que Whit Stillman consiguió al adaptar a Jane Austen en Love and friendship (2016).
Pero el sentimiento de ausencia será aún más poderoso y terminará por borrar cualquier tipo de luminosidad. Emily ve como todos en su vida paulatinamente la van dejando: su madre, su padre, su hermano, su amiga. El cambio la afecta y la lleva a dedicarse cada vez más a la producción de su obra, que, como ella, se vuelve siempre más secreta, críptica. El tiempo es un factor imposible de ignorar y Davies entiende cómo esto preocupa a su personaje, que se sabe mortal pero que intenta como sea lograr algún tipo de posteridad. Una de las primeras escenas mostrará cómo pasa el tiempo en el rostro de todos los personajes y lo hará utilizando un tipo de edición digital que nos permite ver la mutación en plano. La decisión de Davies es consecuente con el espíritu de que afecta a Dickinson: el tiempo es implacable y nunca para hasta al punto de hacer cambiar todo en un pestañeo.
La belleza de la verdad. La poesía de lo conocido. Esas son las cosas que Emily encuentra en sus contemporáneos (Las hermanas Bronte, por ejemplo, a quienes no se cansa de recomendar y halagar), y eso mismo le responde a la mujer del sacerdote en una escena vital dentro de la película cuando ésta le pregunta que qué es lo que encuentra en toda esa melancolía. Veo, porque justo mientras escribo esto alguien lo postea en Facebook, que la universidad de Harvard subió entero el herbario personal de Emily, un cuaderno de tapa dura de un poco más de 70 páginas en donde se puede ver su colección de plantas. En cada página, cinco o seis especies de plantas, hojas o pétalos yacen pegados sobre el papel. Secas y sepias, los colores de las plantas se perdieron y ahora todos poseen la misma tonalidad. Un muestrario de pequeñas morfologías que aún resisten, que toman nuevas formas debido al paso del tiempo, que subsisten en la monotonía del olvido, generan ahora una enciclopedia de esqueletos, casi un cementerio botánico. Tramas que se enredan, algunas texturas que aún perduran y que invitan al deseo de tocar: una buena analogía de la figura de la poeta, cuyas palabras aún resuenan y lo seguirán haciendo. Quizás, finalmente, Davies no quiso construir en A quiet passion una casa para Emily (la suya ya era lo suficientemente fuerte), sino más bien revelarnos su propio herbario de Dickinson, un cuaderno de imágenes que contiene en cada uno de sus planos los rasgos de una personalidad y una obra avasallante, la arquitectura emocional de una mujer que tuvo que inventarse un mundo propio hecho de palabras que le sirviera de consuelo para poder sobrellevar el peso de esa luz que sale para todos.