Delicada melancolía.
El nuevo film de Terence Davies es un notable retrato de Emily Dickinson, en el que debajo de una superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada.
Es una injusticia que la obra de Terence Davies (ver entrevista aparte) siga siendo casi desconocida en la Argentina, porque se trata de uno de los grandes cineastas británicos contemporáneos, autor de films de un notable poder de evocación. En sus primeros largometrajes –Death and Transfiguration (1983), Voces distantes (1988) y El largo día acaba (1992)–, Davies logró hacer de sus recuerdos de infancia y juventud un cuerpo de obra que atraviesa la esfera personal para convertirse en la memoria emotiva de un país. En su obra posterior, prefirió volcarse hacia personalísimas adaptaciones literarias (de John Kennedy Toole, Edith Warton, Terence Rattigan) y ahora vuelve a iluminar la habitualmente gris cartelera porteña con Una serena pasión, extraordinario retrato de la gran poeta estadounidense Emily Dickinson (1830-1886), que tuvo su estreno internacional en la Berlinale del año pasado.
Nada más lejos del convencional biopic al uso de Hollywood que esta versión de la vida de Dickinson, en la que Davies encuentra todos los materiales que siempre han formado parte de lo mejor de su obra. Como alguna vez señaló su colega Derek Jarman, “Davies se aproxima a sus temas –la represión familiar y religiosa, la violencia institucional, el sadomasoquismo– con una delicada melancolía y momentos de humor perverso”. Nada más justo para describir el tono impar de A Quiet Passion, un film que destila la misma discreta, reservada pasión con la que Emily Dickinson pasó fugaz, casi secretamente por la vida. A tal punto que llegó a ver solamente seis poemas publicados antes de su muerte, a los 55 años, en la misma casa de Amherst, Massachusetts, que la había visto nacer. “Todo mi mundo: hogar, escuela, las películas, Dios”, decía Davies de sí mismo en su excepcional autorretrato documental Del tiempo y la ciudad (2008). Basta cambiar la palabra “películas” por “poesías” para que la frase alcance a definir también el infinito universo que Dickinson creó entre sus cuatro paredes y que Davies describe como si fuera también el suyo.
El film escrito y dirigido por el cineasta británico es de una simplicidad engañosa, porque debajo de su superficie límpida y transparente hay una construcción tan fina como elaborada, que le hace honor a la complejidad de la poesía y la personalidad de Dickinson, autora de unos versos de una sensualidad arrolladora (“Borracha de aire/ y corrupta de rocío/ me tambaleo por interminables días de verano”) y que, sin embargo, llevó una vida de austeridad y reclusión casi monacales, tanto que durante sus últimos años prácticamente no salió de su cuarto.
Casi su única comunicación con el mundo exterior se dio a través de su familia, con la que siempre convivió y a la que amaba con la misma efusión con la que la desa- fiaba en todos los órdenes. Este es otro de los puntos de contacto de A Quiet Passion con el cine previo de Davies, en cuyos films iniciales, de orden confesional y autobiográfico, dio cuenta de su propia, conflictiva relación con su numerosa familia, donde la presencia femenina era dominante.
Aquí Emily (estupenda encarnación de Cynthia Nixon, una de las lenguaraces de la serie Sex and the City) encuentra en su hermana Lavinia a su alma más cercana –fue ella quien difundió póstumamente su poesía– mientras su madre se sumerge paulatinamente en una persistente y profunda melancolía. Su hermano es una figura casi tan débil como ridícula, mientras que su padre (interpretado magníficamente por un irreconocible Keith Carradine) es con quien Emily permanentemente se mide en cada uno de sus desafíos, donde las lenguas se baten como espadas. Inteligente, arrogante, dueña de un carácter inusual para una mujer de su época, Dickinson no tiene empacho en desafiar la religión, la moral y las convenciones sin por ello dejar de ser la mejor y más devota de las hijas.
Lo notable del film de Davies es cómo se ubica, al mismo tiempo, adentro y afuera del relato. En su puesta en escena, hay un deliberado distanciamiento –un poco a la manera del Rohmer de La marquesa de O, por dar una idea aproximada del procedimiento– que es capaz de representar el pasado a través de una mirada que no pretende ser sino la del presente. En una misma escena, Davies consigue –a través de su magnífico elenco– divertir y conmover, con un guion de su autoría tan afilado que por momentos parece echar chispas.