La Toscana italiana, París, Roma y Nueva York. Es muy difícil que la traducción local del título de una película apuntada a un público adulto que transcurra en alguno de esos lugares no incluya una referencia a ellos. Son lugares bonitos, icónicos, emblemas de la cultura occidental, que lucen muy bien en pantalla grande. Los problemas empiezan cuando la película no ofrece mucho más que la posibilidad de observar paisajes. Así ocurre con Una villa en la Toscana.
El debut como guionista y realizador del hasta ahora actor James D'Arcy (Capitán de mar y guerra; Dunkerque) presenta una historia sobre el duelo y las segundas oportunidades centrada en un padre y un hijo que todavía no terminan de digerir la muerte de la mujer de la familia.
El viudo es un artista londinense (Liam Neeson) que regresa a Italia con su hijo (Micheál Richardson) para vender la casa que heredaron de esa mujer y que el segundo pueda comprar la galería de arte donde trabaja y cuya dueña no es otra que su ex mujer. Pero las cosas cambian apenas llegan: el caserón está destruido luego de años de abandono, y no será sencillo venderlo.
Los primeros minutos de Una villa en la Toscana tienen todos y cada uno de los lugares comunes de este tipo de relatos: la llegada de los vecinos toscos y amables, paseos bajo el sol, el encuentro del hijo con un inevitable interés romántico encarnado en la hermosa mujer a cargo del restaurante del pueblo y la aparición de los primeros roces entre esos hombres con unas cuantas facturas por cobrarse mutuamente.
A medida que van avanzando en la restauración, la película intenta correrse de la liviandad vacacional del asunto para ahondar sin suerte en los pliegues más emotivos del padre y el hijo hasta amarrar en las aguas seguras de un desenlace más luminoso que un mediodía en la Toscana.