PEQUEÑOS DRAMAS FAMILIARES EN PAISAJES BELLOS Y EXÓTICOS
Dentro del subgénero de “pequeños dramas familiares en paisajes bellos y exóticos” podemos incluir a Una villa en la Toscana, protagonizada por Liam Neeson y Micheál Richardson, padre e hijo cuya relación, arruinada tras la muerte de la madre, comienza a sanar, viaje a Italia de por medio. El título original es Made in Italy, igual de perezoso que el español, aunque los traductores entendieron mejor la importancia del escenario a la hora de vender la película. Lo cierto es que esta, una coproducción ítalo-británica, funciona más bien como un comercial turístico de la mítica región del país mediterráneo. No se cansa el personaje de Neeson, un pintor venido a menos, de resaltar una y otra vez las virtudes estéticas de las verdes colinas en las cuales se ubica la casa de la infancia de Jack, abandonada luego de la tragedia familiar.
La película avanza sin mayores digresiones y respetando casi al pie de la letra los lugares comunes que un espectador puede esperar de estos pequeños dramas familiares en paisajes bellos y exóticos, fundados muchas veces en un contraste entre lo propio y lo foráneo, lo primero en clave negativa y lo segundo en positiva. En este esquema se cifran todas las búsquedas narrativas y semánticas del largometraje. La Toscana es el espacio, que fue en algún momento el escenario de la vida familiar, pero que ha quedado paralizado en el tiempo luego de la muerte de la madre. Ahora, padre e hijo deben regresar al territorio de lo reprimido para tratar una herida aún abierta. Inglaterra, el lugar en el que han vivido los últimos veinte años, está signada por la soledad, la frustración y la incapacidad de sostener vínculos humanos. Para ambos, Italia se manifestará como un locus amoenus que espera ser redescubierto.
Una trama simple, pero no por eso carente de potencial emotivo. Los problemas de Una villa en la Toscana radican en la incapacidad de apropiarse de esa estructura básica y llevarla hacia algún lugar novedoso, pero además, en la pobreza de ejecución de aquello que resulta esencial en este tipo de guiones: el desarrollo de personajes entrañables, ya sea a través de diálogos interesantes o una propuesta atrapante desde el lenguaje cinematográfico. Si en tanto espectadores renunciamos a lo primero, lo mínimo que podemos esperar es lo segundo, y la película de James D’Arcy no termina de lograrlo. Se ve mermada tanto por el guion como por las actuaciones que, fuera de lo que Liam Neeson ofrece como garantía en cualquier producción en la que participa, poco y nada propone en términos de emotividad más allá de lo más elemental y predecible. A la estrechez de la mayoría de las actuaciones se le suman ciertas desprolijidades formales, pero sobre todo una pereza generalizada que hace que el largometraje avance como tachando ítems en una lista de tareas pendientes. La ausencia casi absoluta de potencia narrativa (salvo por una escena que Neeson sabe manejar con experiencia y desenvoltura) hace que la historia resulte insípida, un cascarón vacío cubierto por un exotismo a esta altura bastante avejentado.