Como si se tratara de un deja vu no tan lejano, y de acuerdo a la crítica de Una receta perfecta publicada en A sala llena hace una semana, con el estreno de Una villa en la Toscana (Made in Italy, para que no queden dudas) se vuelve a idéntico paisaje en plan turístico. Pero, más allá de similitudes temáticas y formales, un par de apuntes diferencian a una película de la otra. Siempre, eso sí, con las precarias intenciones estéticas que ambas presentan desde los primeros minutos.
Acá el conflicto, que lógicamente transcurre en Toscana (se recuerda que allí Abbas Kiarostami filmó la estupenda Copia certificada) viene entre galerías de arte, artistas autoborrados del mapa, herencias familiares, casas de antaño y cuentas pendientes entre padre e hijo. Al edén toscano se dirigen el progenitor (viudo) y su vástago con el fin de vender la casa de campo heredada de la difunta. Pero apremia la restauración del lugar que emprenderán ambos y que irá en paralelo con las idas y vueltas de los personajes principales (por ejemplo, más de una discusión sobre recuerdos acompañados por música empalagosa). En este punto la tirante relación entre Jack (el hijo) y Robert (el padre), aun con sus instantes que borden el golpe bajo, se convertirá en lo poco rescatable del film.
El resto… y ahí viene el deja vu en relación a la película danesa de la semana pasada: paisajes mostrados desde una cámara turística, los clásicos lugares de comidas ad hoc, una hipótesis de que el hijo protagonista se enamore de una bella residente toscana, separada y con una niña (acá la película se anima hasta a rozar el tema del Edipo pero en plan manual para iniciados), diálogos que refieren a platos y bebidas (“lo menos que podemos hacer en Italia es ir a comer a un buen lugar”) y una escena que ejemplifica los limitados alcance de la cinta. Me refiero a aquella donde algunos comensales, en el consabido restaurante lugareño, degustan pastas con música operística de fondo… y con la imagen en ralentí.
Pero fuera de la película la historia que describe Una villa en la Toscana entrega un ápice de emoción o, en todo caso, una fusión de aspectos públicos y privados. Padre e hijo son interpretados por Liam Neeson y Michael Richardson y el cruce con la vida real se expresa en relación a la temprana muerte de la actriz Natasha Richardson, hace trece años, motivo por el que en más de una ocasión, la propuesta de James D’Arcy (opera prima del actor de Dunkerque y Cloud Atlas) actúa como catarsis y sanación de los intérpretes centrales.
Es decir: la auténtica emoción se expresa solamente desde algo ajeno a la película en sí misma y no por aquello que narra este otro viaje turístico por tierra italiana disfrazado de material cinematográfico.