Es facilísimo odiar esta película: un padre y su hijo veinteañero, con el que no se lleva demasiado bien, se tienen que ocupar de una casa en la Toscana que perteneció a la esposa del hombre y madre del joven. Él es un artista (el hombre), y él no sabe mucho qué hacer de su vida (el joven). La metáfora de reconstruir la casa es bastante transparente -y fácil- y es lo que va sucediendo a medida que pasa la película: padre e hijo curan relación, aparece una señora para papá y una chica para el hijo, hay unos cuántos italianos que tienen que hacer ciertos trabajos y no tienen mucha sintonía con el inglés y Liam Neeson, que puede que esté para un cosido y para un fregado, es un gran actor que conoce los tonos de casi todo. Dicho esto, la película realmente hace sentir bien sin que, en ninguna escena, caigamos en la vergüenza ajena que esta clase de historias suele provocarnos cuando se exceden en glucosa. Nos rectificamos: no es tan fácil odiar esta película.