Undine

Crítica de Víctor Esquirol - Otros Cines

Esta historia empieza como otras muchas: con la sal de las lágrimas. Un chico le propone quedar a una chica y, cuando finalmente coinciden, no hay manera de que sus miradas se encuentren. Los ojos de ella buscan incesantemente los de él, pero es en vano: les separa una barrera que no puede ser franqueada. Aquello que les unía ha muerto, aunque el personaje femenino aún no lo sabe. Ella formula preguntas inquietas que chocan contra un silencio evasivo, y lo que en un principio son ruegos desesperados, al poco adquieren el tono de amenazas más funestas. Y claro, solo queda llorar. En la secuencia que sirve de prólogo de Undine, el personaje interpretado por Jacob Matschenz deja plantado al de Paula Beer. La ruptura se articula a través de un clásico juego de plano y contraplano. Tomas cercanas y cortas que resaltan el conflicto y la soledad de ambos, y que inciden en una esfera íntima que en ese momento se asoma al abismo. Al final, la cámara queda fija sobre el rostro desolado de ella… y, de repente, el agua salada empieza a brotar de uno de sus ojos, mientras sobre la pantalla desfilan los títulos de crédito.

Sobre el papel, hemos asistido a una ruptura romántica. Sin embargo, bajo la superficie de las imágenes, quizá late algo más. Y es en ese “quizá” donde respira el verdadero encanto del nuevo trabajo de Christian Petzold, cuyo título se enraíza en el imaginario fantástico germano-renacentista. Undine no es solo el nombre de pila del personaje interpretado por Beer, sino que el término alude también a unos seres mágicos vinculados al agua, unas criaturas que inspiraron el conocido cuento de hadas de La sirenita, de Hans Christian Andersen, sobre una joven surgida del mar dispuesta a sacrificarlo todo por el amor de un chico que vive en tierra firme.

Desde sus primeros compases, Undine se impregna de una sensación de extrañeza que, en vez de emborronar la historia de fondo, la eleva más allá de su premisa narrativa. No en vano, el amor es esa fuerza que opera con una lógica y con unos medios que a veces solo pueden catalogarse como pura fantasía. De repente, entra en escena, o mejor dicho, emerge la poderosa presencia de Rogowski, mientras Beer sigue deshidratándose por los ojos: lo suyo es una sangría, un mar de lágrimas. Un goteo que se ve interrumpido por una voz que al principio parece salir de las profundidades marinas, pero que poco después se transforma en un susurro cercano.

Undine bombardea al espectador con una avalancha de hipnóticos estímulos sensoriales, hasta un punto en que incluso el punto de vista parece difuminarse: uno no sabe si está contemplando la acción desde la distancia –a través de la mirada característicamente gélida de Petzold– o desde el interior del corazón roto de Undine. Ahí dentro, todo llega amplificado o amortiguado, siempre distorsionado. La nebulosa audiovisual desconcierta y aturde como ese flechazo para el que no vale ningún aviso previo. Es quizá, y solo “quizá”, la magia del amor.

La energía casi telúrica de la película convierte su visionado en una experiencia imprevisible. Cuando el espectador se acostumbra a su narración elíptica, Undine decide dilatar el tiempo. Cuando parece que Petzold se aboca al frenesí narrativo, el film se detiene a observar un encuentro aparentemente banal (el guion, en este sentido, es una calculadísima pieza de ingeniería en la que ninguna palabra debió escribirse al azar).

Bajo las formas más reconocibles del melodrama, Undine navega sobre un misterio que se resiste a ser sondeado. Vemos a personajes que se asustan al perder el control, y para protegerse se esmeran en perfeccionar el recitado de unos discursos que aluden a las transformaciones urbanísticas del entorno. Personajes que ansían gobernar un destino incontrolable. Es la tragedia de los enamorados, gente en tránsito que no puede dejar atrás las consecuencias de sus propios actos. Es también la magia de la interpretación personal (e intransferible) de las imágenes; la fuerza de un amor (romántico y cinéfilo) que empapa.