Maupassant o el drama eterno de los sueños de juventud perdidos
Adaptación de una novela de Guy de Maupassant, esta película del francés Stephane Brizé (Algunas horas de primavera, El precio de un hombre) que fue exhibida la última edición del Bafici pone el foco en el lento y doloroso proceso de desilusión que experimenta su protagonista, la baronesa Jeanne (notable trabajo de Judith Chemla), luego de casarse con un noble de la Normandía rural que le es constantemente infiel.
El film privilegia el punto de vista de esta joven cándida y sufrida. Su singularidad y la belleza de su espíritu son, paradójicamente, también los motores de su íntima tragedia.
De vuelta en el castillo donde vive su familia luego de pasar un tiempo de rígida formación en un convento, Jeanne adora pasear con su madre bajo el sol por la bella campiña que rodea su fastuoso hogar, mientras sueña con un futuro idílico. Pero la realidad termina contradiciéndola: a su dramático fracaso matrimonial se suman los problemas de su hijo, cuya débil salud no le impide entregarse a una vida disoluta que lo llena de deudas y problemas en Londres.
Brizé escapa con inteligencia de los lugares comunes y la solemnidad usuales en las películas de época, desmonta la novela de Maupassant con una serie de flashbacks luminosos que se contraponen con saltos hacia un futuro mucho más sombrío y utiliza un formato poco habitual (1:33, usado sobre todo en el cine mudo) que le permite aludir al angustiante encierro psicológico de su protagonista.
El cineasta también recurre con frecuencia a las elipsis, un recurso que fomenta inevitablemente la imaginación del espectador. Y sabe revelar con crudeza, pero sin efectismo, el desencanto paulatino de una mujer cuya inocencia es ahogada por una serie ininterrumpida de traiciones inesperadas.
El único consuelo de la desdichada Jeanne proviene de la fidelidad de Rosalie, la abnegada criada que reaparece en su vida ya como amiga y confidente y que pronuncia, sobre el final de la conmovedora historia, una frase sencilla pero contundente ("La vida nunca es ni tan buena ni tan mala como se la imagina") que intenta atenuar la amargura de Jeanne y, al mismo tiempo, rinde evidente homenaje a Flaubert, justamente el principal mentor de Maupassant.