Stéphane Brizé extrae la esencia emotiva de la novela Une vie de Maupassant para filmar una película moderna con un trabajo visual y sonoro remarcable. En primer lugar, el director elige el formato 1.33, que reduce el ancho del marco y contiene a los personajes en su entorno. El retrato de Jeanne, una joven provinciana delicada e ingenua, es al mismo tiempo la biografía de una mujer burguesa cuyo horizonte sensible no pasa de su habitación, su casa y su jardín. El formato de la imagen expresa el encierro de la protagonista y acota la relación de la película con el mundo. Jeanne se mantiene como una niña, tanto en su candor como en sus debilidades: ella no advierte el engaño de su marido ni es capaz de oponerse a los gastos superfluos de su hijo. Jeanne hace frente a la desgracia manteniendo su amor intacto por la naturaleza. La cámara se acerca a la protagonista con un encuadre cerrado en busca de un retrato casi documental de su interioridad: una propuesta poética a través de una coherente composición formal que refleja la melancolía de su heroína.
La cámara en mano genera un leve temblor en el cuadro: un desequilibrio constante que hace palpables los latidos del corazón. El trabajo sobre el sonido es de una sensibilidad sorprendente: la lluvia, el viento, el crepitar del fuego, las notas en el piano o la tos de Jeanne cuando está enferma. El montaje juega con la discrepancia entre la imagen y el sonido del mismo modo en que alterna el pasado y el presente. Cada detalle encuentra su lugar: un encaje, una pieza de un juego de madera, una carta manuscrita. La cámara vagabundea por el decorado, acaricia los rostros y los cuerpos y marca el paso de las estaciones y el envejecimiento de los personajes con una notable ligereza. Esta es la fuerza vital de una puesta en escena luminosa que funciona como contrapunto original frente a la oscuridad de la historia.