Suspenso teñido de incertidumbre
La película protagonizada por Luciano Cáceres y dirigida por Dieguillo Fernández narra, con un particular cruce de géneros, la llegada de un hombre recién separado a un lugar habitado por muy poca gente, de características extrañas.
Se trata de la ópera prima de Dieguillo Fernández, quien luego codirigiría con Víctor Laplace Puerta de hierro, el exilio de Perón, pero a diferencia de esta última, donde la política actúa como retrato histórico, la trama de Uno se dirige a un particular cruce de géneros, con errores y defectos por igual. Sebastián Oviedo (Cáceres), arquitecto separado de su mujer, llega a un pueblo fantasma, habitado por poca gente, con sus particulares características. Entre otros personajes están Mariela, una extraña nena de 12 años (Massa), quien adopta al recién llegado como su tío, pero también como el "enviado", el dueño de ese paisaje (Belloso) con facha de psicópata terrateniente, un cura bondadoso (Lombardo) y un par de gemelas (Silvina Bosco por dos), antagónicas en sus particularidades, una como conserje de un hotel de mala muerte y, la otra, encarnando a la maestra de la nena.
Con esos personajes, junto con un paraje desolado que parece habitado por ánimas, el director explora de manera desigual diferentes raíces genéricas. Sebastián, invasor casual de un lugar al que no pertenece, establece amistad con la niña, tal como ocurría en Shane y El jinete pálido, dos westerns de distintas décadas. Esa fusión entre paisaje y personaje, tipismo genérico por excelencia, se cruza con las apariciones de Mariela, su carácter ambiguo y su inocencia a flor de piel, entremezclada con las decisiones de una mujer adulta. Allí, Uno escarba en los tópicos de un suspenso teñido de incertibumbre, ya que determinados planos de Mariela hacen eco en el terror asiático, poblado de criaturas infantiles que transmiten una buena dosis de incomodidad al espectador. En esos momentos, Uno es una película ligera que acierta en sus climas, que fluctúan entre lo siniestro y lo irreal, como si se tratara de una historia sin un centro único de interés, que confía en la captación de determinadas atmósferas debido a la citada mixtura de géneros. Pero en la segunda mitad, cuando el personaje construido por Belloso cobra forma, la película pega un giro que no la beneficia. Los climas incómodos desaparecen para dejar lugar a las dudas existenciales de Sebastián y al rol que ocupa en ese paisaje ajeno. El suspenso anterior, por su parte, se modifica por ciertos diálogos trascendentes que no condicen con la bienvenida ligereza de la primera mitad. Un duelo a cuchillo cerca del final, que podría remitir a una película de malevos enfrentados desde el odio, confirma el viraje dramático de la película: en ese momento, Uno abandona definitivamente su aspecto irreal para convertirse en una alegoría mística. Y esto, en general, cuando se hace cine, es un camino sin retorno.