Brutal, canchera, podrida y negrísima
Absurdamente titulada para su estreno local (no hay quien se tome nada ni remotamente parecido a unas vacaciones aquí), Get the Gringo es una película brutal, canchera, podrida, negrísima y autoconsciente. Todo lo cual la hace interesante. Pero también es, ay, una de acción del montón, llena de fórmulas, parches, convencionalismos y rutinas de género. Vehículo para el regreso de Mel Gibson a la clase de película (y de personaje) que hizo de él quien es, Get the Gringo tiene por director y coguionista a un casi-argentino. Hijo de compatriotas expatriados, Adrian (Adrián, más precisamente) Grunberg nació en España, trasladándose más tarde a México junto con sus padres. Tras una larga y atendible carrera en la asistencia de dirección (en películas como Trafic, Capitán de mar y guerra, Hombre en llamas y hasta Los límites del control, de Jim Jarmusch), Grunberg trabajó para Gibson en Apocalypto y Al filo de la oscuridad (protagonizada, pero no dirigida por el neoyorquino-australiano). Get the Gringo es su debut en la dirección. ¿Que qué tal lo hace? Con seguridad y mano firme, dando a pensar que está para más.
Una cínica voz en off, un auto a mil, unos tipos con máscaras de payaso, una persecución bien filmada y unos canas (un yanqui, un mexicano) que se pelean para ver quién se queda con el botín ponen la película en modo post-Tarantino. Por más que la camisa roja le calce como sólo a una estrella, Gibson es creíble como tipo duro y descreído. El off parece salido de un film noir en estado de pudrición y el mundo en el que transcurre Get the Gringo y los personajes que lo habitan, también. La cárcel mexicana a la que el protagonista-chorro va a parar es la enésima potencia de la visión yanqui del sur del río Grande: un sucio y maldito infierno, sin orden ni ley. Pero como tampoco aparece ningún yanqui virtuoso, se puede pensar que la película transpira, más que racismo, una misantropía sin fronteras. Y eso es bueno para una película que se quiere negra.
Como en todo film de cárcel, el recién llegado deberá demostrar que no es un perejil a los pesados que mandan ahí. A la manera de Sam Spade en Cosecha roja, Gibson (el personaje no tiene nombre) echa leña al fuego de la interna carcelaria, para que se trencen entre sí tipo hinchada de Boca, y salirse con la suya. Detalle interesante, el arma de la que se vale es, antes que el músculo, el ojo. Lo cual pone al espectador en posición de cazador visual. Pero –¡problema en puerta!– al mismo tiempo se hace amigo de un chico mexicano, con cuentas pendientes con el “poronga” de la cárcel (Daniel Giménez Cacho, el de Profundo carmesí). Y más amigo todavía de su mamá-viuda. Peligro de love story, matizada apenas por el hecho de que la señora es capaz de zurrar a Gibson a tortazos (cuestión de que no lo acusen de machista). De la mano de este trío de héroes-víctimas, lo que empezó podrido se va higienizando, en la misma medida en que se definen los “malos” de la película. De allí en más la cosa se pone cada vez más rutinaria, salvada apenas por la presencia de Peter Gerety, secundario buenísimo, al que no hay jabón o champú de guión que puedan lavar del todo.