Juventudes en conflicto
La gran promesa de la temporada vacacional infantil resultó finalmente una discreta decepción: Valiente, la nueva película de los estudios Pixar, parece confirmar la claudicación definitiva de la productora a la ideología Disney, que en definitiva es su verdadera dueña. No se trata de un detalle menor, pues significa la pérdida de una entera visión del mundo que había sabido distinguir a la compañía de John Lasseter, desafiando incluso a las tradiciones del imperio de Mickey. Pero aún con ciertos hallazgos estéticos, Va-liente significa el regreso de la hegemonía de las princesas, del conservadurismo ramplón y calladamente reaccionario de Disney, de su exaltación acrítica del status quo y del relato con destino de moraleja.
El primer indicio lo da su argumento: Mérida, la joven protagonista de grandes rizos colorados, es (tenía que ser) una princesa. Acaso para justificar su futura rebeldía y su naturaleza salvaje, su ascendencia será vikinga, en tierras escocesas, y ya en la primera escena se planteará la dicotomía que dominará la película. Su padre, el enorme rey Fergus, le regalará un arco con flechas, a despecho de su madre Elinor; unos años después, cuando ya despunte su adolescencia, Mérida se habrá convertido en una excepcional arquera, pero también en una rebelde que se resiste a seguir los mandatos maternos, que la intentan educar en el rol de una princesa. El conflicto estallará cuando llegue el día de arreglar su matrimonio con los príncipes de otros clanes: Mérida terminará huyendo hasta encontrar a una bruja, que le preparará una poción mágica para cambiar a su madre… aunque el cambio será más físico que intelectual, y ahora Elinor correrá el riesgo de quedar convertida para siempre en un animal. A no ser, claro, que ambas se reconcilien con la tradición (que no tardará en tener su justificación).
Dirigida alternativamente por Brenda Chapman y Mark Andrews, Valiente mantiene sin embargo cierta elegancia formal y precisión técnica, marcas estéticas de Pixar a las que por suerte aún no han renunciado. El vistoso plano secuencia aéreo que abre la película será continuado intermitentemente por otros, en una utilización a veces (sólo a veces) virtuosa del 3-D por su concepción del espacio como una entidad cinematográfica, aprovechando la profundidad de campo y toda la extensión del plano para dotar de dimensión dramática a los escenarios. Una distinción que se replica en la construcción plástica de los personajes, de una precisión técnica importante. Aunque si aún sobreviven ciertas reminiscencias de maestros como Hayao Miyazaki en su estética, nada de eso ocurre en lo argumental, ya que Valiente termina siendo un cuentito con gran moraleja final sobre la importancia de la obediencia a las instituciones.
Muy diferente es el mundo que muestra Tilva Ros, magnífico debut del serbio Nikola Lezaic que hoy estrenará el Cineclub Municipal Hugo del Carril, cerrando una sorprendente trilogía sobre la juventud contemporánea (junto a las ya proyectadas Los amores imaginarios y Flores del mal). Retrato de la devastación social, cultural y económica de un país entero a través de la vida de tres jóvenes skaters, Tilva Ros es otro gran testimonio de nuestro tiempo, aunque esta vez urgente y radical. Formal y políticamente lúcido, el filme sigue la cotidianeidad de Toda y Stefan, dos amigos inseparables que se encuentran en un momento clave de sus vidas: han terminado la secundaria y están a punto de separarse porque uno irá a estudiar a la capital. La llegada de Dunja, mejor amiga de ambos pero novia de Stefan, terminará de desatar un triángulo de celos y violencia entre ellos (que por momentos se asemeja al filme cordobés El espacio entre los dos, aún no estrenado), quienes ya de por sí se relacionan a fuerza de golpes y agresiones. Hijos de la cultura audiovisual contemporánea, los jóvenes filman no sólo sus trucos con patinetas, sino también sus constantes pruebas de autoflagelación al estilo del programa Jackass. Se trata no sólo de la manifestación de un malestar interno ante una sociedad que no ofrece futuro, sino de un modo de existencia, de una cultura de la violencia y la marginalidad que los encierra en un círculo vicioso. La virtud de Lezaic es habitar ese mundo sin juzgarlo ni menospreciar a sus personajes, aunque a veces roce el límite del amarillismo, pero el virtuosismo en la puesta salva todo desliz: el realismo está dado aquí por la creencia en el plano secuencia como una ética formal, y no por la explicitud de la violencia. Cuando ésta emerja, será como testimonio de una forma de existencia, a través de la incorporación de los lenguajes audiovisuales de los propios protagonistas (sobre todo, sus filmaciones caseras de golpizas y hazañas), otra virtud de una película que esta vez sí intenta comprender a los jóvenes en sus propios términos.
Por Martín Iparraguirre