Willem Dafoe ganó como Mejor Actor en la Mostra de Venecia 2018 y estuvo nominado al premio Oscar por su interpretación de Vincent Van Gogh y, aunque cualquier cinéfilo tiene derecho a presumir que muchos galardones se definen cuando una figura de renombre encarna a una torturada figura de la vida real, en este caso habrá que darles la razón a todos quienes eligieron al protagonista de La última tentación de Cristo como merecedor de tantos reconocimientos.
Es que Dafoe no da vida al mito sino al hombre de carne y hueso, a un ser vulnerable, en muchos aspectos decepcionado, resentido y desilusionado con la vida, capaz de tener los peores arranques de furia o caer en la autoflagelación, un ser incomprendido en su época e incompetente para procurarse ingresos mínimamente dignos (en ese sentido su hermano Theo, interpretado aquí por Rupert Friend, funcionó un poco como agente, mecenas y salvador).
Con el aporte de un elenco notable integrado -entre otros- por Oscar Isaac, Mads Mikkelsen, Mathieu Amalric, Emmanuelle Seigner y Niels Arestrup (aunque la cámara se despega muy poco del rostro curtido del Vincent de Dafoe), Schnabel y sus coguionistas construyen un relato fascinante y desgarrador, que es también una inteligente reflexión sobre los vericuetos, las contradicciones, las injusticias y los sufrimientos de y en el arte hasta convertirse en algo realmente trascendente.
Van Gogh murió con mucha más pena que gloria en 1890, a los 37 años. Su vida fue un padecimiento casi continuo, pero incluso con su inestabilidad mental supo retratar como pocos (sobre todo cuando se instaló en el sur de Francia) la belleza, el lirismo, las sutilezas y matices de su época (el trabajo con el color en su obra es proverbial). Atributos que, en varios momentos, fragmentos e impresiones, también aparecen en este valioso regreso detrás de cámara del neoyorquino Schnabel.