Ambiciosa pero problemática, visualmente ingeniosa pero narrativamente bastante obvia, esta nueva biografía del mítico pintor gana mucho a partir de la extraordinaria composición de Willem Dafoe.
Difícil, a esta altura, hacer una biografía sobre un pintor tan célebre como Vincent Van Gogh. Ya hubo varias y, en algún punto, su vida responde a tantos clichés del artista torturado que es casi imposible hacer algo original. Schnabel, en cierto modo, lo intenta. Y por momentos parece que lo va a conseguir, por el arriesgado acercamiento visual que propone. Y, especialmente, porque lo ayuda mucho la personificación de Willem Dafoe, actor que parece nacido para el papel, y que logra internalizar –al menos en la primera hora del relato cuando el pintor está un poco más entero psíquicamente– las complicadas emociones y pulsiones del personaje. Pero la película termina siendo un poco menos que sus mejores momentos. Y un poco mejor que la biografía convencional que uno podía temer.
Viniendo de Schnabel –también artista plástico y con varios films biográficos en su haber– era esperable que el planteo visual fuera a ser por lo menos particular. Y de alguna manera lo que intenta con la ayuda del director de fotografía francés Benoit Delhomme es que la película tenga una mirada sobre el mundo que en cierto modo esté alineada con la del personaje. Esto se logra a través del uso de una cámara en mano nerviosa, planos inclinados, cortes sobre el eje, juegos con el color y otros recursos que si bien parecen obvios (una película sobre “un loco que pinta raro” casi que debería estar filmada así) están bien usados, se incorporan con fluidez al relato.
Y el relato en sí es breve y específico, centrado en los últimos años de vida del pintor, su estancia en Arles, sus entradas y salidas de un manicomio y, especialmente, en su desarrollo estilístico a partir de la confrontación de su mirada con los escenarios locales. Es, en buena medida, una suerte de unipersonal de Dafoe y en eso reside lo mejor de la película. A sabiendas que es una historia conocida y contada muchas veces, Schnabel decide que el espectador más que acceder a una sesión de Wikipedia visual debe experimentarla. Y logra muy bellos, electrizantes y tristes momentos en ese deleite y lucha de Vincent entre su mirada, la naturaleza y su trazo.
Pero la película no puede evitar tener un guion y, como dicen por ahí, “contar una historia”. Y cuando lo hace todo se banaliza. Los actores (incluyendo Oscar Isaac como Gauguin, Mathieu Amalric y Emmanuelle Seigner, entre otros) sobreactúan, pasan absurdamente del francés al inglés acentuado, recitan líneas que van de lo más obvio a lo que podría llamarse “el diario del lunes” (“Tal vez nací antes de tiempo”, le dice Van Gogh a un sacerdote encarnado por Mads Mikkelsen en una larga y curiosa escena de debate religioso) y hacen consideraciones sobre el arte que no responden a ninguna lógica del diálogo: les hablan a los espectadores. Ahí la magia visual de la película pasa a segundo plano y la parte más plana y banal de la película toma forma y se adueña de ella. Y también es discutible la decisión del director de modificar los cuadros del autor para que luzcan parecidos a los actores que interpretan a los personajes representados, como en el caso de Amalric/Gachet, entre otros.
Pero esas escenas no arruinan la película por completo. Mientras muestra el paso del tiempo y la decadencia mental del pintor, Schnabel es inteligente para dejar literalmente “en negro”, como blackouts, los accesos de violencia del pintor –incluyendo el famoso corte de oreja– y empieza a arriesgar con una paleta de colores más propia de esa locura: alucinada, borrosa y sí, un tanto obviamente… amarilla. Pese a sus evidentes problemas, la película es respetable ya que la presencia sufrida de Dafoe –en un rol que me hizo un poco acordar al de LA ULTIMA TENTACION DE CRISTO— le da gravedad al silencio, peso a las escenas y densidad a los diálogos más banales. Es la carta de triunfo de esta película ambiciosa pero problemática.