“I’m not there”
Van Gogh en la puerta de la eternidad es una película de artista. No es un biopic (si lo fuera, a lo sumo sería una película sobre un artista), como el protagonizado por Kirk Douglas en los 50; pero tampoco es una aproximación realista, cruda, como la de Pialat, que hace todo lo que puede para tomar distancia de la imagen oficial del pintor. En la puerta de la eternidad, en cambio, es una película de Julian Schnabel; y el tema no es tanto Van Gogh como la visión que tiene de él tiene el director. Un retrato de artista donde la presencia del autor domina la obra y eclipsa al retratado. Van Gogh se vuelve un instrumento con el que Schnabel pone a prueba ideas de puesta en escena, como pasa en las excursiones del pintor por el campo, que le sirven al director para experimentar con el uso de los colores y de la luz. Lo que antes se llamaba “película vehículo”, básicamente, solo que acá el cine no trabaja para el lucimiento de una estrella sino del director.
Van Gogh y otros personajes dicen cosas un poco pomposas sobre el arte, la pintura y la vida, mientras que Schnabel hace sentir el peso de planos temblorosos y que se despegan del protagonista para encuadrar paisajes, como si fuera el director el que pintara, como si la cámara dibujara trazos sobre la pantalla. La película nos acostumbra rápidamente a ese gesto: cada vez que se habla de algo importante, la puesta sugiere que no hay que prestar atención únicamente a la palabra, sino que debemos mirar lo demás, comprender que las reflexiones que brotan de la boca de los protagonistas se trasladan a las decisiones formales. El pensamiento, por llamarlo de alguna manera, no está en los diálogos ni en los personajes, podría decirnos Schnabel, sino en las imágenes, en el trabajo de dirección.
El cine, tal como lo entiende Schnabel, se va todo en ese jueguito. Más allá de eso, la película es un desorden de ideas, frases y recursos que nunca se estabiliza. Se tiene la impresión de que el director puede hacer cualquier cosa en cualquier momento, que es como decir que, en el fondo, no puede hacer mucho. Van Gogh puede hablar como un humanista convencido o como un desequilibrado que se aferra a los vestigios de la cordura, da lo mismo; el tono de la película puede ir de la exploración libre de los espacios y los colores a una meditación lúgubre acerca del hundimiento del protagonista. Antes dije que Schnabel era el único que realmente pintaba en la película: ahora habría que decir que lo suyo se parece más a un collage, a una suma de fragmentos de orígenes muy distintos que alguien reúne sin disimular las costuras.
Pero se trata de un collage amable, lánguido, que no ofende ni molesta a nadie. La prueba de esto es que en la película conviven como pueden el dato y la invención, la información y el grotesco, y nadie se escandaliza. El corte de la oreja, por ejemplo, se narra sin estridencias: el hecho ocurre en el off, y después hay un diálogo largo de Van Gogh con un médico en el que trata de explicarle (y de explicarse a sí mismo) el corte como si estuviera en una sesión de terapia. Ese tratamiento suave, light, del momento choca con el del final, más brutal, donde se sugiere una hipótesis nueva sobre su muerte (la idea toma como base un estudio de 2011). Este ir y venir, que en otra película habría supuesto un quiebre del verosímil, acá funciona como un desbalanceo más del amontonamiento que realiza Schnabel. El resultado es una especie de Van Gogh ATP, multipropósito, que puede funcionar como entrada a la biografía del pintor para los neófitos y, al mismo tiempo, es capaz proveer alguna controversia módica (como la de su muerte) que sirva a los conocedores como tema de discusión a la salida del cine o el lunes en la oficina.