Los mundos de las artes plásticas y el cine se han unido en numerosas ocasiones, brindando retratos en la pantalla grande de notorios artistas y de los más diversos estilos de la historia del arte. Esta comunión creativa ha permitido recrear, en la gran pantalla, una vasta cantidad de pintores, entre los que Vincent Van Gogh no ha estado exento. En 1990, pudimos conocer la versión en formato miniserie titulada “Vincent y Theo” dirigida por Robert Altman y protagonizada por Tim Roth. Más cerca en el tiempo, conocimos una brillante recreación animada de arte digital, titulada “Loving Vincent” (2017) dirigida por Dorota Kobiela y Hugh Welchman, bajo la singular compaginación de fotogramas pintados a mano.
En aquella ocasión, el largometraje animado recreaba el intercambio epistolar entre Vincent y su hermano Theo, durante su estadía en el pueblo ubicado al sur de Arles, al tiempo que el artista se internaba en su incesante última etapa creativa. Posteriormente, se sucedería su antológica rivalidad con Gauguin -de la cual se han tejido un sinfín de polémicas- y se vería inmerso en un confuso episodio que culminaría con su trágica muerte y que, al día de hoy, sigue permaneciendo un misterio sometido a numerosas hipótesis (ocurrida en Auvers-sur-Oise, un 29 de julio de 1890). El desenlace de la trágica vida de Van Gogh estuvo precedido por una etapa creativa sumamente prolífica, durante su estancia en el citado pueblo rural. Este resulta el lapso de vida que Julian Schnabel elige llevar a la gran pantalla, bajo el nombre de “Van Gogh, a las puertas de la eternidad”.
El universo de la pintura no es ajeno al director de “La escafandra y la mariposa” (2009), quién se encargó de la biografía sobre el artista J.B. Basquiat en 1996 (película en la que David Bowie interpretara el papel de Andy Warhol) y es, a su vez, un reconocido artista plástico vanguardista, autor de obras como “Cuadro cabalístico”. La mayor virtud de esta biopic, llevada a cabo por el bueno de Schnabel, es la singularidad estética con la que lleva a cabo su propuesta, abrevando en ciertos conceptos visuales, referentes al tratamiento de la imagen que remiten al impresionismo francés. Dicho estilo impuso el film psicológico e impresionista, donde se consideraba primitivo situar un personaje en una situación determinada sin entrar en el ámbito de su vida y donde se pasaba a comentar la interpretación del actor con la simbolización de los pensamientos y de las sensaciones visualizadas.
La corriente intelectual impresionista -liderada por Louis Delluc- intentaba liberar a la imagen mostrando el alma de los personajes. Para ello, existen un conjunto de procedimientos estilísticos que se utilizaron como técnicas para expresar lo interior, es decir la subjetividad de los personajes, para expresar visualmente lo psicológico, faceta a la que la presente biopic recurre como indudable referencia estética. Si el impresionismo, con el acento puesto en estudiar la imagen como objeto y explotar al máximo sus posibilidades en el aspecto poético que esta transmite, utilizaba diferentes elementos de la puesta en escena cinematográfica para expresar estados de ánimo, el film que aquí nos ocupa recrea con notable originalidad y sutileza las emociones interiores que describan la compleja psicología de su protagonista.
La cámara distorsionada de Schnabel, a menudo, nos muestra un punto de focalización situado desde la mirada trastornada del artista, lejos de cualquier retrato objetivo o realista. Es decir, esas lentes tamizadas por la mirada personal nos sirven para expresar como la subjetividad de un personaje deforma el objeto observado, brindando el punto de vista de un personaje alucinado, exaltado o angustiado con un estado de ánimo en particular. En este caso, la subjetividad traumática de un Van Gogh que siente la segregación social y percibe la extrañeza del mundo que lo rodea. Bajo esta forma expresiva se recrea la fascinada alteración de un Van Gogh que produjo en esta etapa de su vida -apenas 10 años- una cuantiosa obra creativa que habla a las claras de un talento prolífico y de una llama creativa incombustible.
En la piel del artista se encuentra Willem Dafoe; el destacado intérprete brinda su enésima brillante composición, engrosando la extensa lista de protagónicos que lo han consagrado como uno de los actores más fenomenales de su generación, entre las que se incluyen “Pelotón” (1986), “La Sombra del Vampiro” (1999) y “The Florida Project” (2017) , papeles por los que fuera nominado al Premio Oscar. La versatilidad del actor que brillara a las órdenes de Martin Scorsese (“La última Tentación de Cristo”) o Lars Von Trier (“Anticristo”) queda patente en el certero retrato que lleva a cabo “Las puertas de la eternidad” (en cuyas labores de guión participa el histórico Jean-Claude Carriére), film que nos permite concebir el aura de un artista maldito, eternizado en la pluma de Antonin Artaud, en su manifiesto “El suicidado por la sociedad”. Ese genio díscolo e incomprendido, relegado, que no pudo gozar del reconocimiento ni de la aceptación social de su tiempo.
Una postergación lo llevó a la marginación permanente, a ser ignorado por los circuitos académicos del arte y a verse sometido bajo rigurosos tratamientos médicos de rehabilitación, traumática escena que el film plasma, como síntoma del conservadurismo y la crueldad que caracterizaban a una sociedad hipócritca. Internado en el hospital psiquiátrico de Saint Paul, esta experiencia sería retomada por el propio Artaud en el citado ensayo, elaborando una propia manifestación de denuncia sobre el sistema médico (el poeta francés había permanecido casi una década de reclusión en el manicomio de Rodez), bajo terapia de electroschok. Al ser criticado por la dudosa moral imperante y las buenas costumbres aristocráticas, incomodadas ante el agresivo estilo de un visionario, padre del post-impresionismo y autor de obras cumbres como “La Noche Estrellada” y “Trigal con Cuervos”, la propia segregación genera en Van Gogh un estado alternativo de locura, sellando un destino fatalista.
La historia del arte se encargaría de rescatar, haciendo justicia en el tiempo, la importancia de un artista prolífico, dueño de una obra enigmática y plagada de simbolismos. Autor de más de 900 cuadros (entre autorretratos y acuarelas) y más de 1600 dibujos, a través de sus lienzos y sus misteriosos sentidos se puede concebir la fulgurante cosmovisión de un ser atormentado que, acaso, predijo a través de pinceladas maestras su propia muerte. Atrapado bajo los designios de una sociedad que lo sometía, Van Gogh encarna la transgresión de todo genio que no pertenece a los encorsetados moldes sociales de su tiempo cronológico. Schnabel nos persuade a adentrarnos en el fascinante viaje mental de un adelantado, cuya obra aún nos sigue fascinando.