"Ve al sur, Vincent", le dice Paul Gauguin a un Van Gogh atrapado en las fauces de una París extraña e incomprensible. De allí a Arlés, y a los sueños de un pintura concebida como destino irremediable, solo queda un viaje. El neoyorquino Julian Schnabel concibe su película como ese prolongado viaje del pintor hacia una naturaleza que se convierte en fuente y razón de su inspiración, y al mismo tiempo en el abismo de trascenderla.
El pulso sensorial que evocan las pinceladas de Van Gogh es el mismo que persigue la incansable cámara del director sobre los pliegues de su personaje, de su rostro tempranamente ajado. Ese recorrido febril y definitivo consigue ser recreado de manera inusual, guiado por los acordes de la música de Tatiana Lisovskaya y por ese designio espiritual que Van Gogh presiente como impulso de su arte.
Van Gogh, en la puerta de la eternidad es, en última instancia, una película sobre el tiempo. Schnabel consigue -con un Willem Dafoe en su mejor forma- materializar en el errante movimiento de su personaje la experiencia de un tiempo que nunca le pertenece, de un entorno que lo expulsa. Consigue medirse con obras notables como las de Vincente Minnelli y Maurice Pialat, las que mejor entendieron el sustrato maldito de ese destino. Su mirada escapa a los mandatos del biopic, recoge la prosa de las cartas del pintor y expresa su esencia, justa en su desnudez.