En París o en Rotterdam, en Buenos Aires o en Caracas, todo aquel que conozca el nombre de Vincent van Gogh estará dispuesto a adjudicarle al pintor holandés que apenas vivió 37 años el título de genio. Tal vez la naturaleza de su arte desborde el consenso, pero después de su muerte y tras algunas décadas ya nadie se atrevió a discutir la hermosura de sus cuadros. Van Gogh, quien se apropió del amarillo, vindicó los girasoles, adiestró el viento e incluso pactó con los cuervos para que estos posaran como amables criaturas conscientes en sus pinturas, es el emblema platónico de un pintor, su perfección irrepetible. Dudar de él es como desestimar una misa de Bach, los sonetos de Shakespeare o las figuras extraídas de la piedra de Rodin.