Clase maestra.
Muy próxima a su última producción cinematográfica (Rostros y lugares, 2017) y a su propio óbito, la cineasta Agnès Varda (con el soporte y la ayuda de su hija) aún consigue arañar tiempo a la Parca para establecer su testamento cinematográfico, para ofrecer a la inmensa minoría cinéfila cuál ha sido su concepción del Arte en sus diferentes concreciones: cinematográfica, fotográfica, pictórica…, pues el cine es una herramienta más con la que Varda se ha enfrentado a la ardua tarea de retratar algo tan esquivo y escurridizo como la realidad, como la vida cotidiana, como la naturaleza por la que ambas discurren.
Varda pertenece por derecho propio (y por contumacia y coherencia artísticas) a una corriente transgresora y vanguardista que se esforzó por romper las estrechas costuras del modelo canónico de representación para ensanchar y ampliar y dar cabida a todo un segmento de la realidad que había sido orillado por no connotar estilo, belleza, Arte.
Deudora del impulso de las vanguardias históricas de entreguerras, ella y toda una generación de jóvenes cineastas europeos (italianos y franceses mayoritariamente, neorrealistas y nouvellevaguistas) se apropió del séptimo arte para llevar a cabo una labor de desnudamiento, de desretorización del modelo de representación hollywoodense, con la vista puesta en edificar nuevos edificios más sencillos, más minimalistas, más cotidianos, frente a los rascacielos de un cine industrial y genérico cuyo mayor empeño era la evasión y el beneficio económico.
Obviamente, esta nueva perspectiva, esta especie de realismo crítico, respondía a una visión más o menos marxista, en cualquier caso transformadora e inconformista con el statu quo de los años cincuenta. La batalla teórica y práctica con el concepto de realidad adquiría nuevos bríos.
En paralelo con ese salir a la calle, con ese asomarse a lo más práctico e inmediato que circunda la mirada del director para apropiárselo e intentar reflejarlo, surge la reflexión sobre los mecanismos más adecuados para alcanzar tal empeño especular. El metalenguaje adquiere carta de presentación no sólo como discurso teórico, sino también como discurso que puede (y debe) ser representado en la pantalla.
En esta labor de indagación y buceo y transformación empeñaría Agnès Varda su capital intelectual y emocional. Había que mostrar los entresijos estilísticos y retóricos del cine como arte icónico de representación por excelencia, denunciar sus manipulaciones, trucos, falsedades, todo el entramado y la cocina preexistentes de los que precisa, no para denunciar su falsedad, sino para construir un nuevo modelo que tuviese en cuenta, que diese cabida a esa opacidad que se esconde tras la transparencia.
Este autorretrato es un ejemplo consumado y aquilatado del modo de hacer cine, mejor, de la cosmovisión artística de Agnès Varda. Este documental-película está articulado como una especie de master class que la propia artista imparte desde… el escenario de sendos teatros, arrellanada sobre la arquetípica silla de director con su nombre inscrito en el respaldo de la misma.
Con un formato de diálogo relajado, en la primera parte conversa con su antigua ayudante de fotografía y cámara Nurith Aviv. Varda actúa de cara a un público entregado, ávido de escuchar sus palabras, el relato de su experiencias, para aprender de las mismas (un teatro a la italiana, con jóvenes aprendices del arte cinematográfico), o frente a un público más sofisticado y maduro (y más burgués) que acude al salón de actos de la fundación Cartier para oír la interpretación que la cineasta realiza de sus últimas intervenciones artísticas (de paso se pone de manifiesto el mecenazgo de dicha Fundación y su compromiso con el Arte), mediante una conversación informal con Hervé Chandès, director de dicha Fundación.
Estos sendos escenarios tan teatrales constituyen el presente de la narración a partir del cual y a través de sus propias palabras e imágenes de sus filmes (aunque no sólo) Varda ejerce de narradora omnisciente que desgrana su nacimiento al mundo artístico en su natal Bélgica, hasta elucubrar con el diseño y la puesta en escena, al modo de la buena muerte medieval (aquella elegida por el personaje ilustre, rodeado de sus seres queridos y sabedor de la finitud de sus días) que le gustaría para diluirse, entre la bruma, y reconstituirse, al lado del mar, con la Naturaleza.
Provoca una sana envidia contemplar la satisfacción y admiración que despierta el trabajo de una mujer que ha dedicado más de setenta años de su vida al Cine, a una entelequia de cine abierto, sin prejuicios ni ataduras genéricas, formales o discursivas. Un cine que ha sido un reflejo de la historia y evolución de un país (Francia), de una lengua (el francés) y de una mirada sobre lo más cercano e inmediato: la calle y la casa natales, cuyo alcance y tratamiento resultan tan válidos como lo más lejano y distante y espectacular.
Inventar, crear y compartir, he aquí la tríada cognoscitiva de los que parte Varda para construir su poética personal, aquella en que la ética y la estética son dos variables equivalentes e indisociables en la ecuación del cine moderno. Varda fija el relato de su trayectoria artística y del país que la acogió, a sabiendas que deja zonas oscuras en el visor de la cámara.
Se cita y menciona a Godard, sujeto de comparación en sus orígenes; se agradece la labor de Alain Resnais como montador (y consejero) de su primer trabajo; se rinde homenaje al Buñuel vanguardista de El perro andaluz, pero se pasa de puntillas sobre el neorrealismo y no se hace ninguna mención de Cahiers ni de la Nouvelle Vague.
Aparece una Francia sin glamour, que escarba entre los desperdicios de un mercado, pero no hay ningún atisbo de esa Francia popular, rural, antieuropeísta por defensora de su más profundo acervo cultural, votante del Frente Nacional. Se realiza, a petición del presidente Chirac, una instalación que rinde culto a los justos (salvadores de los judíos durante su persecución) en el Panteón Nacional, pero no se vislumbra la Francia colaboracionista.
En fin, todo un modo de encarar el cine y la vida que parece desaparecer con sus últimos cultivadores, sin que ese país y esa filmografía herederos de su legado sean capaces de emular su ejemplo.