Como el propio título lo sugiere, este filme casi póstumo (Varda murió un poco después del estreno en la Berlinale de este año) no es otra cosa que una clase magistral ilustrada por toda su obra, una amabilísima clase de cine y de historia del siglo XX. El posible narcisismo que comporta una empresa en una doble primera persona se diluye en tanto que Varda siempre se sintió el punto de partida y no de llegada; ella se mostraba honestamente como un núcleo concentrado de curiosidad, del que iba hacia los otros para conocerlos y filmarlos. Toda mujer, todo hombre revestían para ella un misterio y un fulgor cinematográficos. Así filmó a las Panteras Negras, a los revolucionarios de Cuba, a los invisibles espigadores de Francia, a su propio esposo y cineasta, Jacques Demy, a todos los vecinos de la calle en la que vivía o a las feministas de los 70.