Unos días atrás, en el Auditorium de Mar del Plata, pudimos ver Skate Kitchen, de Crystal Moselle. Previo al film, nos encontramos con una particularidad: la actriz principal, presente, introdujo la película con el clásico cassette puesto pero la rareza regía en que llevaba consigo un skate, objeto principal del universo que el film narra. Al instante nos resultó llamativo pues somos de la idea de la existencia de un quiebre, una división entre ficción y realidad. Sin embargo, finalmente se trató de un film teen prolijo, honesto y sin aires de grandeza.
Con Vendrán lluvias suaves, de Iván Fund, sucedió lo mismo en la antesala: el multitudinario elenco, casi íntegramente conformado por niños, subió al escenario para presentar la película y el micrófono fue directo a uno de los chicos. Al público -claro-, con el elenco “adulto” como cómplice, le pareció agradable; el niño dijo lo que pudo, producto de los nervios, y los espectadores respondieron de la mejor manera. Aquí vienen las malas noticias: respecto de la calidad del film, lamentablemente no ocurrió lo mismo que con el americano.
Ya es harto sabido que en los últimos años ha aparecido un especie de fervor nostálgico gracias a Stranger Things, IT, y remakes, secuelas y spin offs de películas de los 70 y 80. Siendo un poco menos benévolos, se podría decir que en realidad hay un deseo por la vuelta a lo infantil. Es cierto, también, que de estas obras también se pueden filtrar algunos elementos interesantes pero que no dejan de pertenecer a la cáscara de los films sobre los que se nutren; por lo menos hay algo parecido a la aventura. En Vendrán lluvias suaves, Fund se va exactamente a lo opuesto, aunque su film está provisto de una premisa interesante que se basa en un mundo -confuso e indefinido- donde los adultos no despiertan.
Uno podría intuir que dicha situación a lo sci-fi impulsaría a los niños a las peripecias, aunque después ocurra lo contrario. Es curioso el proceder de la película, pues esboza un intento de ser un film de aventuras pero filmado como una de Malick, con la solemnidad del Nolan de Interstellar y con la pretensión de Tarkosvki o el Kubrick más denso; abundan los silencios, los planos largos del cielo o del campo -mal encuadrado- y los primeros planos de las caras de los niños. El sonido es sostenido por música ocasional pero insoportable, parte de un mecanismo perverso para infundirle al espectador reflexiones que el director no sabe inducir.
Sin embargo, lo más cruel de la película reside en el tratamiento que hace de los niños: toda la belleza que (no) logra el film tiene que ver con características intrínsecas (ternura-lindura-blancura) de los infantes, y no con una estética perseguida de lo inocente o lo lúdico. Su propuesta no solo es perversa sino insultante: rebaja a los niños a simples caras bonitas despojándolos de toda trascendencia pero además, también impide que el espectador se conmueva con sus imágenes al no confiar en su capacidad de empatizar con ellas. Hay algo parecido a un personaje: una chica alta que deja entrever una obsesión con su abuelo, pero no solo sus apariciones son esporádicas sino que encima es lo más parecido a un adulto.
Por último, y para culminar este soporífero comercial de Cheeky de ochenta minutos (le sobran cuarenta, por lo menos), los niños son sometidos a una alegoría, luego se larga a llover y se van a dormir, todos juntos. Es gracioso: al principio del film, los niños están despiertos (bueno, eso parecen), los adultos diegéticos duermen y al final, los chicos se han ido a dormir y el espectador adulto también.