Los actores encuentran un lugar a la edad que pueden, algunos no lo encuentran nunca. Liam Neeson encontró el suyo de grande, después de haberse inventado un registro propio que exportó a toda clase de películas, policiales, dramas, ciencia-ficción, aventuras, lo que fuera. Si uno vio actuar una vez a Liam Neeson ya lo vio todo: la mirada firme pero cándida que no alcanza a ocultar una tristeza apenas disimulada, el tono de voz bajo, como quebrado, el cuerpo desgarbado pero dispuesto para la acción. Con una displicencia fenomenal, el tipo hizo siempre lo mismo sin preocuparse de encajar demasiado en las películas que lo tenían como intérprete: nada de método, de sobreactuación, de esfuerzos denodados; él hace lo suyo, prepara sus cosas con modestia, y que el universo se acomode serenamente a su alrededor. Un actor zen. Fue ya de grande que Neeson supo fabricarse una casa de acuerdo a sus necesidades. Los ladrillos fueron thrillers de bajo perfil a cargo de directores llamativamente competentes que le pedían que haga his thing, que lo dejaban vivir. Bajo su nuevo techo, el actor engendró una familia de hombres más o menos idénticos: padres o esposos que deben vengar a una hija o esposa ultrajada, hombres fuertes pero vencidos, doblados por algún antiguo matrimonio, un pasado oscuro o desgastados por el paso del tiempo. Ahora, con cada nueva película, Neeson saca del placard ese traje a medida de héroe incompleto y le aplica los arreglos que exige la ocasión.
De la necesidad de tener una casa habla también Venganza implacable, traducción random que le tocó en suerte a Honest Thief. Neeson hace a (sorpresa) un ladrón honesto que se cansó de robar bóvedas de bancos, conoce a una mujer y ahora quiere pasar la vida con ella. Todo es perfecto hasta que el tipo se da cuenta de que no puede unirse definitivamente con Annie hasta pagar por sus crímenes. Tom la lleva a ver una casa de noche (a la que evidentemente accedió con sus dotes para el robo) y le dice de comprarla. A los pocos días decide entregarse a la justicia para expiar culpas y empezar de cero, pero con la mala suerte de que los dos agentes que le tocan del FBI quieren quedarse con la plata robada y liquidarlo. Ahí empieza un mejunje encantador hecho de inversiones: el ladrón no consigue que la ley lo castigue como corresponde y, mientras escapa de los detectives complotados, asalta al superior de ellos con la esperanza de probar su inocencia respecto de un crimen fraguado y su culpabilidad sobre los robos. La velocidad con la película asume distintas pieles y colores es impresionante: al principio, Tom conoce a Annie como en una comedia romántica accidentada con final feliz, después empieza una breve una película de venganza, pero enseguida se afianza algo parecido al thriller de atribución de culpas (un Hitchcock thrash). En la casa de Liam Neeson se comen estos guisos poderosos preparados con mil ingredientes de procedencia incierta.
A Venganza implacable no le fue bien en ninguna parte, los críticos le reprochan su desprolijidad narrativa, sus giros imprevistos, sus inverosimilitudes, sus diálogos poco sutiles. Ya sabemos que una buena parte de la crítica de cine perdió la capacidad de asombro o de disfrute ante cualquier cosa que no respete los protocolos (en el peor sentido del término -no sé si hay uno bueno) de la producción industrial media pasada por el filtro de las productoras y las correcciones de guion. El crítico como script doctor. Pero el espacio del que provienen muchas películas de Neeson, y mucho de lo mejor que puede verse hoy, es justamente el del sustrato que podríamos llamar nivel medio o bajo de la industria, un nicho históricamente más libre que el mainstream que permite libertades y deformidades varias, que no obliga a sus participantes a respetar ciegamente los mandatos del cine de alta gama. Un cine que admite distintas formas de caos y desorden que constituyen su mejor activo, y que le hablan a un público interesado de disfrutar historias e imágenes sin preocuparse por la “consistencia” de la trama o la verosimilitud. O sea, el mismo territorio incierto que alguna vez Manny Farber llamó underground y del que salía (aunque no salía solamente de ahí) el famoso cine termita, objetos de una factura imperfecta que se volvían sobre sus propios vicios y fallas y explor(t)aban las posibilidades expresivas del cine más allá del formateo de los estudios. La crítica de todas las épocas está poco preparada para lidiar con el cine termina de su tiempo. En ese barr(i)o de mala fama y deleites esquivos vive, parece que feliz, Liam Neeson.