En la trilogía de El señor de los anillos dirigida por Peter Jackson, Andy Serkis pasó a la historia como el primer gran actor del cine construido digitalmente. Su magnífico Gollum era una criatura surgida de ese mundo imaginario, pero detrás de los artificios había alguien de carne y hueso que lo ponía en movimiento y le otorgaba al personaje una genuina humanidad. Dos décadas más tarde, ahora como director, Serkis no honra ese camino en la segunda película de Venom. Mucho más que en la historia original (que tampoco era un gran dechado de virtudes), aquí los actores quedan tapados y ocultos por completo detrás de un monumental dispositivo de efectos visuales, sobrecargado y ruidoso, que no funciona como herramienta sino como objetivo. Todo el clímax se resuelve a través de la tecnología.
Esa dependencia hace que se pierda de vista todo lo bueno que se insinuaba al comienzo, sobre todo alrededor del humor autoparódico (casi ausente en la historia original) y la construcción de un antihéroe que funciona como espejo deformado de varios personajes emblemáticos de Marvel. Tom Hardy vive agitado, como si estuviese en una búsqueda (¿o un escape?) permanente, y Woody Harrelson se divierte como un antagonista surgido de las entrañas del personaje central. Hasta que, como todo lo demás, desaparecen en medio de una maquinaria digital armada (con la solidez industrial de Marvel) para sostener el interés de los fans. Nada más.