Los niños viven en un mundo incomprensible. Llevan pocos años de vida y todavía no entienden cómo funcionan las cosas. Son pequeños y la arquitectura no está pensada para ellos. Su idioma materno es un paisaje lleno de baches, de adjetivos y verbos extraños. Y para colmo de males, los adultos no confían en ellos. No les cuentan cosas de grandes, aunque sean fundamentales y básicas.
Carla Simón, en su ópera prima, adopta el punto de vista de una nena de seis años, Frida. La cámara suele enfocarse en la protagonista. Hay otros personajes, pero siempre están por quedar afuera del plano. Entran y salen del encuadre, o ni siquiera entran. Y desde lo narrativo, mucha información no se revela hasta el final, incluso datos que otros films compartirían al principio. Frida, por su edad, no capta todo lo que ocurre a su alrededor, y su mirada limitada e incompleta es nuestra única ventana a los misterios de la trama.
Lo que alcanzamos a entender, en los primeros minutos, es que Frida quedó huérfana. Pero no sabemos por qué. Vemos la preocupación de los doctores que la examinan. Intuimos que puede haberse contagiado de algo, lo mismo que habría afectado a sus padres. No descubriremos cuál es la enfermedad en cuestión hasta la última escena. Tampoco sabemos muy bien de dónde salió su familia adoptiva. Mejor dicho, sí lo sabemos, son sus tíos; parentesco establecido a través de diálogos sueltos, sin énfasis. Gran parte de la película ocurre en los márgenes de la toma o de la banda sonora.
Frida es muy pequeña y los adultos la sobreprotegen. Como la cámara adopta su desconcierto, los espectadores nunca saben más que ella. Es una táctica que han adoptado otras películas sobre niños o niñas, como La culpa es de Fidel (2006), la argentina Refugiado (2014), Los demonios (2015) y El espíritu de la colmena (1973). Y aunque Simón no se aparta demasiado de sus predecesores, nunca da un paso en falso. Logra que sus actores simplemente existan frente a la cámara. No vemos un espacio ficcional, sino lo que pareciera ser un verdadero hogar. El lenguaje corporal de los personajes –cómo se hablan, cómo juegan y cómo se miran– sugiere años de familiaridad. Y Laia Artigas, como Frida, es una revelación. Ofrece sutilezas y gestos que esperaríamos de alguien bastante más experimentado. Suya es la tarea de evocar la incertidumbre de Frida, que no solo perdió a sus padres sino que también dejó atrás una vida, una casa, una rutina. Ya es suficientemente confusa la niñez como para agregarle cambios tan bruscos, tan rápido. Simón sabrá de qué se trata, ya que la historia de Frida es la suya.