Sencillez, sensibilidad y transparencia
Premiado en la Berlinale y el Bafici, el film de Simón parte de un hecho autobiográfico para volverse universal. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad.
¿Cómo se le dice a una nena de 6 años que su madre murió? ¿Qué se hace con ella, ahora que quedó huérfana? Si tiene parientes dispuestos a acogerla, se la envía con ellos. Ése es el caso de Frida, que deberá mudarse además de la ciudad a la montaña, donde vive su tío, hermano del padre (que como en 9 de cada 10 películas contemporáneas no sólo está ausente sino que casi ni se lo menciona, como si nunca hubiera existido), junto a su esposa e hija. ¿Qué clase de tensiones provocará la llegada de la niña, para convivir con una familia que no es la suya? ¿Lograrán hacerlo, de modo positivo para todos? Ésas son las preguntas que estructuran Verano 1993, ópera prima de la realizadora catalana Carla Simón, que no sólo la dedica a su madre sino que informa, fuera de cámara, que sus padres murieron de HIV, tal como los de su pequeña protagonista. Pero no es por su componente autobiográfico que Verano 1993 es una gran película, sino en tal caso por el modo en que la realizadora ficcionaliza su propia historia.
Estiu 1993 es el título original de esta película hablada en catalán y producida con modestia, cuya recepción fue creciendo con el tiempo, en casa y afuera. En Berlín 2017 ganó el premio a Mejor Ópera Prima, y un par de meses más tarde ganó en el Bafici el de mejor dirección. Prólogos a los que vendrían a partir de allí en cantidad de festivales internacionales, coronados por ocho sorprendentes nominaciones a los Premios Goya (que suelen priorizar films más industriales), de las cuales ganó tres. Es un caso raro de armonía entre merecimientos y reconocimientos. Es posible que eso tenga que ver con su absoluta sencillez y transparencia, que no representan ninguna concesión sino una convicción: la de que ése era el mejor modo de narrar la historia. De modo llamativo para tratarse de una ópera prima, Simón logra algo que en el cine, arte del artificio, es infrecuente. Los teóricos lo llaman “efecto de realidad” y consiste en transmitir al espectador la sensación de que todo lo que sucede en la pantalla es real. Pero no porque haya sido tomado prestado de la realidad sino porque tiene existencia propia.
Convergen aquí el acierto de casting con el tacto e inteligencia necesarios para crear las condiciones que permitan que los actores, y sobre todo dos niñas, se comporten ante cámaras no exactamente “como son” (tal vez en la vida real no sean así) sino mediante una representación que los hace aparecer como si así fueran en verdad. Dos niñas, porque además de Frida está Anna, hija de su tío Esteve y Marga, un par de años menor que ella. Curiosamente parece más celosa Frida de Anna que al contrario. Anna, hija única, tiene ahora una nueva compañera de juegos, mientras que Frida ya no tiene lo que Anna sí: una familia. ¿Podrá llegar a tener una segunda familia, teniendo en cuenta que perdió la primera? Es otra de las preguntas sobre las que la película trabaja, y no de las menos cruciales. En el curso de su estadía Frida irá elaborando su duelo, madurando sin darse cuenta, yendo de cierta despreocupación del que no sabe del todo a la angustia del que se anima a preguntar para saber. Pero antes de preguntar Frida deberá tener la suficiente confianza en sus anfitriones para hacerlo.
Como es lógico en una película cuya mayor apuesta es ir en busca de lo que los actores tienen para transmitir, las escenas de Verano 1993 son largas y con la menor cantidad de cortes posibles, cuestión de darles lugar y libertad. La relación entre las niñas es prioritaria y a trabajar con ellas debe haberse dedicado la realizadora durante varios meses. Lo valían: la respuesta de ambas es fabulosa, haciendo recordar lo que en su momento John Cassavetes, y actualmente Sean Baker en El proyecto Florida, logran con actores-niños. Laia Artigas y Paula Robles traerán risas, suspiros de encanto y lágrimas, por una vez ganados con herramientas genuinas. Otro protagonista es el rostro de Frida, sobre todo sus ojos, que pueden volverse inquisitivos, curiosos, húmedos en alguna ocasión (el exceso de lágrimas está severamente restringido aquí), y que sirven como ventanas entornadas a sus procesos interiores. Si Verano 1993 es un relato de crecimiento, es tan interior el relato como el crecimiento. Ambos suceden en ese fuera de campo constituido por la intimidad de la protagonista, que el espectador tiene posibilidad de intuir, pero nunca conocer del todo. Como sucede fuera del cine.