La cámara de cine se coloca donde se coloca, al menos en el cine clásico, no por efecto de ninguna casualidad: contando la historia a grandes rasgos (y con la consecuente falta de matices) filmar a la altura de los hombros facilitaba el “efecto de verdad” que quería transmitir el cine de industria desde sus albores, porque la cámara mostraba cómo los ojos ven en el mundo real.
Desde ya, esta perspectiva ha sido quebrada en múltiples ocasiones, pero permanece como una especie de “gramática”, de lenguaje, básico, convencional en tanto el espectador se ha acostumbrado a mirar ese tipo de cine y, en efecto, la cámara consigue así esconderse, escondiendo junto a ella el artificio.
La problemática histórica de este punto de vista es que la cámara, durante décadas, se situó junto al protagonista blanco, masculino, etc., provocando la identificación del espectador con ese personaje y, por lo tanto, con esa lógica: la repetición del ejercicio anulaba otras lógicas, otras experiencias posibles.
En su primer filme, Carla Simón, en una decisión valiente, decidió ir contra esta convención y narrar “Verano 1993” desde la perspectiva de una chica, Frida, que pierde a sus padres y es adoptada por sus tíos: el primer verano de la jovencita, intentando adaptarse al hogar mientras tramita lo imposible de tramitar, la pérdida de los padres, es el eje de la película catalana estrenada ayer, un año después de mostrarse en el BAFICI, donde fue premiada, como en Berlín y en los Goya.
La cinta fue incluso seleccionada para competir para España por los Oscar, tras sorprender en todo el mundo con una sensibilidad delicada como el rocío para tramitar un tema que, en manos menos delicadas, podría haber sido un festival de golpes bajos para provocar ríos de lágrimas: Simón contiene todo el tiempo la emoción. La respiración de la película se mimetiza con la de su protagonista, la pequeña Frida, ella también detenida, paralizada por lo insondable de la muerte, por lo abrumador del nuevo hogar, porque la opera-primista procura narrar al lado de su criatura, desde su perspectiva, mostrar su mundo sin juicios, sin moralejas, sin didactismos, a pesar de tratarse de una película donde los “primeros padres” de Frida mueren de sida y los “segundos” hacen lo que pueden para adaptar a la chica. La cinta busca mostrar, de un modo tan naturalista y tan logrado que parecería imposible para una ficción, y con un grado de contención que parecería imposible para una ópera prima basada en experiencias personales. Simón lo consigue (¡en su primer intento!) y el resultado es hermosamente devastador: una película preciosa que, con su cámara puesta en Frida, consigue que el espectador viva y comprenda y empatice, aún en sus momentos de reacciones más caprichosas y peligrosas, con la valiente criatura que hace lo que puede para transitar un dolor imposible.