Un cineasta en estado de búsqueda permanente
Un cineasta en estado de búsqueda. Eso parece, siempre, Luis Ortega. Desde su debut como realizador, a los 19 años, el hijo del medio de Palito y Evangelina pasó del documentalismo frágil de Caja negra al artificio surreal de Monobloc, y de allí al alegorismo a medio cocer de Los santos sucios. Ahora, en Verano maldito, da la sensación de buscar más que nunca. Basada en Muerte en el estío, de Yukio Mishima –una vez más con guión co–escrito junto a Alejandro Urdapilleta, como en Los santos sucios–, en su nueva película Ortega parece plantearse, a cada plano, cómo abordar un asunto difícil, sumando a ello la pregunta por el encuadre, la posición de cámara, las actuaciones, la puesta en escena en general. Cuestión de ensayo y error, hay momentos en los que logra transmitir el desgarro, la desesperación, el súbito brote de locura, así como en otros da la impresión de no dar con la mejor respuesta.
El tema es uno que desvela a la contemporaneidad, en particular al cine: la muerte del hijo. De los hijos, en este caso. Lo sufre, en un accidente producto de un descuido, un matrimonio de muy buena posición, integrado por el arquitecto Federico (Joaquín Furriel) y su esposa Julieta (Julieta Ortega). Más que hacer un estudio –sistemático, psicologista– del modo en que ambos lo llevan, Ortega prefiere abordar el duelo como quien recoge los pedazos de un espejo roto. Decisión acertada: da la sensación de que en un momento como ése no puede hacerse otra cosa. De los dos, la más afectada es ella. Porque estaba presente en el momento en que el hecho ocurrió y porque lo vive con más intensidad. Por roto que esté por dentro, la propia mecánica de su vida lleva a Federico a ponerse el traje todas las mañanas, a sonreír en algún cóctel, a guardar las formas. Julieta, en cambio, no podrá evitar la angustia, la paranoia, las conductas locas, arrastrando consigo al hijo menor.
Ortega trata el tema y la situación de modo elíptico, y las elipsis no siempre son prolijas. Además de no quedar muy claro si el responsable de cuidar a los niños (Urdapilleta) es un pariente o alguna otra cosa, ¿por qué se lo nota tan incómodo antes de que suceda la tragedia? ¿Es por alguna clase de presentimiento, por su condición de “extraño” a la familia o por una simple idea de incomodidad cósmica que se quiere transmitir? ¿Por qué Federico cruza esas miradas, esos silencios, también incómodos, con la mujer de su socio? ¿Tienen un affaire o es la paranoia de Julieta la que la hace verlo así? Si es el suyo el punto de vista que adopta el relato, ¿cómo entender esas subjetivas en medio de las olas, que no pueden corresponder sino a alguno de sus hijos? ¿Por qué la cámara se entretiene tanto en recorrer su cuerpo, en la secuencia inicial? ¿A qué obedece la atención puesta en una mosca que se posa sobre ella? ¿A qué apunta la obsesión con la desnudez, o la semidesnudez, de Julieta Ortega?
En otros casos, más que de incertidumbre se trata de decisiones discutibles, a veces tan aisladas como injustificadas (un par de desenfoques), otras obvias y esteticistas (un espejo facetado, como metáfora de un personaje quebrado), algunas de ellas resultado, tal vez, de influencias no del todo procesadas. La tendencia a hacer “flotar” las escenas hace pensar en Lucrecia Martel, del mismo modo en que una larga caminata sólo puede explicarse como resonancia de alguna semejante en Gloria, de Cassavetes. Con la diferencia de que allí la extensión potenciaba la sensación de urgencia, cosa que aquí no sucede. Cuando Ortega se conecta con la emoción del personaje, logra transmitirla. El momento en que Julieta sale corriendo en busca de sus hijos y la cámara también lo hace, con tanta desesperación como ella. La pelea a trompadas, muy cassavetiana también, pero tan cruda y angustiada como debía, entre ella y el marido. Y toda la parte final, cuando la locura definitivamente toma posesión, de la protagonista y de la puesta en escena.