Mishima a la argentina
Luis Ortega siempre demostró tener claro su camino como director. Nunca complaciente, siempre transitando en los bordes, se niega a la narración clásica. En su oportunidad saludamos su opera prima, Caja negra, que marcaba la aparición de un artista muy personal. A lo largo de sus trabajos posteriores, Monobloc y Los santos sucios, ha adquirido un sello propio, con historias mínimas, un buscado hermetismo, escasos diálogos, ausencia de sobreexplicaciones, personajes difíciles, torturados, y un permanente uso del artificio.
No es habitual que los directores argentinos contemporáneos se basen en obras literarias para sus films. Pero en este caso, el guión de Verano maldito, de Ortega y Alejandro Urdapilleta, está basado en la novela Muerte en el estío, del japonés Yukio Mishima.
Historia de un duelo, la tragedia sobreviene en una familia joven, del alta clase social y económica, frente a su espectacular casa en la playa. En la secuencia mejor filmada de la película, dos de los niños de esa familia desaparecen en el mar, durante una distracción del adulto (Urdapilleta) que está con ellos. Esa tragedia desencadena un proceso de disolución familiar, y la progresiva alteración de la madre (Julieta Ortega), quien ya no confía en nadie, y en particular desarrolla un rechazo hacia su marido (Joaquín Furriel), algo ajeno a su propio dolor.
Como en sus films anteriores, Ortega se niega a explicitar verbalmente el conflicto: diálogos ahogados, ausencia de sonido, esos recursos técnicos se complementan con la emocionalidad a flor de piel de sus personajes. Si bien el director exhibe exquisito placer y destreza a la hora de colocar la cámara, logrando planos de moderna belleza, ante su excesivo artificio se siente una creciente sensación de cosa forzada; resulta evidente que cada pieza ha sido puesta allí, de manera muy planificada, que se ha perdido la frescura con la que sorprendió en Caja negra. Fuera de foco, primerísimos planos, juego de espejos y las disonancias del jazz como expresión de la locura creciente son sólo algunos de los elementos que construyen el relato.
Julieta Ortega -cuyo personaje lleva su mismo nombre- sabe conjugar su fuerte sensualidad con la expresión del dolor y la locura. Pero puede objetarse que en ella el artificio está llevado al extremo, sobre todo en algunos momentos como durante su siesta, o en el uso de la máscara, o en su vestuario, para no hablar de la escena torpe y gratuita del ménage à trois.
Pese a estas objeciones, Ortega logra su objetivo; queda al espectador dar su respuesta ante esta propuesta diferente.