Un aprendizaje
Las cosas están un poco revueltas en el cine nacional. Por un lado, un INCAA que maneja su política de subsidios de una forma poco clara (además de haber perdido la línea acerca de qué cine quiere y qué cine no quiere, eso se puede ver en el Festival, por ejemplo, donde los discursos dicen una cosa y las acciones celebran otras) y un Gobierno que está metiendo demasiada mano en la producción audiovisual, confundiendo un cine político con cine partidario: ahí están Juan y Eva y Eva de la Argentina como muestra de un cine kirchnerista, militante, que para colmo de males ni siquiera son expresiones defendibles desde un punto de vista cinematográfico. Pero por otra parte tenemos un grupo amplio de la prensa/crítica, que ante el mínimo gesto lee manipulación, propaganda, exagerando el gesto adusto y haciéndonos creer que nunca se comieron ningún sapo (muchachos, después son aplaudidores profesionales en cuanto festival de cine los invitan, les dan hotel, cenas, beneficios y wi-fi gratis; seamos serios). Convengamos que lo de “comerse sapos” no fue muy académico, pero es un poco más elegante que decir que han convertido esta práctica amable de la crítica cinematográfica en algo parecido a un puterío: el reciente affaire Minghetti es una demostración cabal de todo esto, con acusaciones de un bando y del otro. En el medio, entonces, el cine, como rehén involuntario. Entonces, películas como Verdades verdaderas. La vida de Estela.
Debo reconocer que de no haber visto anteriormente el corto Identidad perdida, de Nicolás Gil Lavedra, también hubiera tenido algo de temor ante la película. No sólo por la forma en que el tema pudiera ser abordado y utilizado, sino también por aspectos formales que el cine nacional no ha podido pulir cuando se acerca a las biografías, a la historia, a sus personajes emblemáticos: solemnidad, una seriedad de mármol, temor y una manipulación espantosa de los personajes en pos de las tesis que se deseen sostener. Y encima -sepa disculpar el prejuicio- un director debutante. Pero como dijimos, Gil Lavedra había abordado en aquel corto el mismo tema, el de las identidades robadas durante la última dictadura, con una sutileza poco frecuente, con una madurez envidiable para alguien que hacía sus primeras herramientas en el arte del cine y que no se dejaba llevar por las pasiones sin por eso demostrarse desapasionado. Verdades verdaderas. La vida de Estela es un film riguroso en su construcción, cristalino en sus objetivos y ambicioso en la forma: ir y venir en el tiempo para contar el aprendizaje de una mujer, Estela de Carlotto, desde que es una docente alejada de la política hasta que se convierte en una mujer comprometida con una causa.
Y es en ese camino, que es el del aprendizaje, donde Gil Lavedra reconfirma viejos logros, y más, al mantener una moderación y contención absoluta para retratar una historia tan increíble que parece parida por la ficción. El director toma la distancia justa, la precisa, esa que se hace necesaria para no dejarse llevar por el personaje y concentrarse en contar el cuento con sapiencia y con un horizonte preciso: quienes están allí son Estela de Carlotto y Guido Carlotto (estupendos Susú Pecoraro y Alejandro Awada), pero el film lo que hace es ser el reflejo de una causa, incluso más allá de las personas y los personajes. Estamos ante un film político que despartidiza el discurso permitiendo que el tema se universalice, que es la única manera posible de entender el dolor, de comprenderlo en su justa medida, y resignificarlo.
Film ambicioso desde lo narrativo, con sus saltos temporales y su ir y venir del pasado al presente más o menos cercano, Gil Lavedra ya había demostrado cierta osadía al elegir para su opera prima un tema y un personaje tan fuerte. Pero película que no se consuma en su tesis ni en su tema al fin, hay algunos momentos formales bellos como cuando Estela baja una escalera bajo la lluvia torrencial o ese en el que recibe, finalmente, el cuerpo de su hija. También un acertado traveling sobre el final, donde una caja con testimonios destinados a Guido Carlotto (el nieto) se mezcla con otras en una estantería, y las voces en off se funden y confunden haciendo de la causa algo general, sacando el conflicto de lo particular hacia lo universal. Que las mejores escenas de una película en la que el director es debutante y donde el tema ha sido real sean aquellas más duras, habla de un gran manejo del realizador para trabajar en una cuerda sensible, que no se excede en sentimentalismos. Incluso, es interesante ver que no hay actuaciones fuera de registro, sorprendente si en el elenco está Carlos Portaluppi, que tiene como una tendencia a irse un par de tonos más arriba.
Uno podría achacarle a Verdades verdaderas. La vida de Estela cierta falta de ritmo en su segunda parte, incluso que por su evidente contención sobre el drama, se pueda poner algo llana en cuanto a las emociones y su costado melodramático, sin explotar nunca, demasiado maniatada. También suenan un poco extemporáneos esos inserts finales, donde aparecen los verdaderos nietos recuperados por Abuelas de Plaza de Mayo, que se acercan más a un spot publicitario que a un elemento cinematográfico en completa cohesión con el resto del relato, y que le quitan esa atemporalidad saludable que había mantenido hasta entonces. Son detalles, seguramente. Lo importante es que Verdades verdaderas… logra correrse de lo expuesto en el primer párrafo y que justifica su existencia con herramientas nobles y saludables.