Contexto. Esta vez la proyección no tenía el clima habitual. En la puerta del Teatro Colón de Mar del Plata muchos flashes y cronistas trataban de tener la palabra o la imagen de la protagonista real de esta historia. Y Estela de Carlotto, Estela a secas, no es un nombre más. Es un emblema, es la bandera de una lucha, porque representa a todas las Abuelas de Plaza de Mayo y porque lo que ellas buscan es tan esperanzador como siniestro el origen de la búsqueda: los niños apropiados a sus hijos por parte de los genocidas de la última dictadura militar de la Argentina.
Una vez dentro del recinto el aplauso cerrado, la ovación de pié habla por sí misma. Su heroína, la de la realidad, está allí y yo que me siento justo delante de ella no sé cómo ver este film que está teñido de todos los sentimientos que mi generación y otras tienen sobre la dictadura.
Cada tanto giro la cabeza para mirarla, una curiosidad me impulsa a ver cómo soporta su propia historia si yo no puedo, si perdí el objetivo desbordada de angustia, pero ella seca disimuladamente las lágrimas que brotan porque a escasos centímetros hay otras Abuelas que la admiran y saben de su coraje porque no sólo busco a su hija sino que además de enterrar a Laura tuvo el coraje de exhumarla para saber cómo había muerto y allí tuvo la confirmación más sublime de todas: era abuela y debía comenzar una búsqueda que lleva más de 3 décadas.
La película. Una Susú Pecoraro, notablemente parecida a Estela, cuando joven y ahora, inicia entre luces tenues un juego repetido, Laura la mayor de las hijas, se esconde y Estela la busca hasta hallarla. El juego cotidiano representa lo que era su familia, su esposo, el tano querido, padre de sus cuatro hijos y desde allí todo es cuesta arriba. Porque Pecoraro hace un trabajo brillante entre el pasado y el futuro, porque Alejandro Awada como el tano, es un padre que resiste la tortura y lleva en la mirada un saber que el resto no tiene, la cosa se pone brava en la Argentina de los genocidas, porque Inés Efrón siempre tan efectiva es Laura, aquella que fue detenida, asesinada y a cuyo hijo, Guido, busca su abuela desde hace muchos años. Efrón compone a una chica tan 70’ que me recuerda a mí, a mis amigas... nos lleva allí, aunque ese sea un tiempo de cólera.
Gil Lavedra es un joven cineasta que semeja un avezado realizador porque usa su cámara con la pericia de un cineasta avezado y maduro. No recurre jamás al melodrama, no es necesario, el drama mayúsculo llena los sueltos de diarios, revistas y libros. No registra gestos ampulosos, sólo lo preciso para contar los tiempos previos al infierno y los que siguieron. Casi como un cronista de indias maneja a sus criaturas y los hace seres orgánicos, creíbles, miméticos con esos que padecieron la desaparición de sus familiares y el robo de sus nietos. Idéntico a lo que uno imagina que, debe ser, el calvario de padres y hermanos entre la búsqueda y el miedo, entre la esperanza y la angustia, abriéndose paso entre los caballos de la montada con el corazón latiendo hasta salirse de cauce y con el amor sosteniendo esos latidos para que no estalle. Las noticias sobre que Laura aún vive y está embarazada, el mensaje que dice: busquen a mi hijo que se llamará Guido en la Casa Cuna hacia fines de junio de 1978 y la corroboración de que efectivamente fue madre, son los pilares sobre los que se edifica este personaje que Pecoraro encarna en espejo con la real.
Días previos, desaparición, búsqueda y hallazgo son una cadena en la que su actriz principal se mueve como pez en el agua y logra plasmar en cámara eso tan difícil de lograr cuando hay un icono con quien contrastar, logra el cambio.
La mujer que se pondrá el pañuelo, la que corrobore que tiene un nieto que debe buscar ya no será nunca más la maestra de escuela salvo por la ternura y su compañero tampoco, pues se irá apagando con sutileza como se apagan las luces de la ciudades enormes conforme amanece. Pero en esta historia de búsquedas, no amanece fácil y el tiempo, medida de todo dolor, pasa para que vayan apareciendo 100 de los 500 niños apropiados durante el cautiverio de sus padres.
Nicolás Gil Lavedra hizo un gran trabajo mixturando presente, pasado y futuro, dando las señales justas para que una de nuestras máximas actrices se parezca a Estela de un modo estremecedor pero no por la mimesis, sino por el rictus, el gesto y el modo orgánico de plasmarla en la pantalla. Y porque el resto del elenco acompaña de manera formidable y Carlos Portaluppi juega una escena que difícilmente olvidaremos. Datos, fechas, entrevistas, son parte de una totalidad que repone la Historia no el cine. En ella hay que buscar lo que Lavedra deja como indicio.
Epílogo. Al finalizar el film, Estela, la real, narró su resistencia a que su vida sea filmada, no quería dijo, ser "la Abuela", porque todas son insoslayables y buscan sin descanso y sin venganza al fruto de sus hijos. Confesó estar deshecha pero consciente de que al cabo de un rato estaría mejor, y mañana mejor y dentro de unos días como siempre. La mujer que escuchó las peores atrocidades de boca de los captores de su hija, de la voz de los ladrones de su nieto, seguirá andando y este film que merece ser visto por su estética y la labor de guión y de actuación de todos sus actores, le gritará a los Guidos que andan por allí que si tienen todavía alguna duda, la despejen porque estas abuelas que todos querríamos tener cuando ya pasamos la mitad de nuestra vida, han dedicado la mitad de la de ellas a buscarlos, no para apropiarlos, sino para entregarles una verdad.
Vamos pibe, pasaste los 30 años, un sólo gesto resignificaría el sentido que le dieron a su vida las Abuelas más conocidas del mundo, esa asociación lícita del amor.
Si tenés la más mínima duda, acercarte y conocé quién sos, después podés regresar pero dejalas mirarte y ver en tu rostro, algunas de las huellas de los rostros de sus hijos.