Variaciones sobre una espera porteña
La directora de Diletante tiene la virtud de convertir un film de tema lúgubre en una celebración vital, gracias a una sofisticada y colorida puesta en escena que, a pesar de sus espacios cerrados, nunca se vuelve claustrofóbica.
“¡La puta que lo parió! ¡Qué mierda!”, se escucha en el contestador del teléfono de un amplio departamento palermitano que la mujer recostada en el sillón ni siquiera amaga con atender. La escena continúa con un acercamiento de la cámara a ese rostro monopolizado por dos ojazos celestes visiblemente resquebrados por los pequeños hilos de sangre que proceden al llanto, y termina junto al primer indicio de movimiento ante una segunda llamada. El plano secuencia inicial de Vergel funciona como declaración de los principios éticos y estéticos que regirán los próximos ochenta minutos, a la vez que demuestra el control formal absoluto que la polifacética artista Kris Niklison (coreógrafa, bailarina, directora teatral) aplica en su segunda incursión en la realización de largometrajes después del muy buen documental que fue Diletante (2008). Dos películas que, a simple vista, podrían haber sido filmadas por personas distintas aun cuando en ambas resuenen los ecos de un tironeo entre la vida y la muerte, entre la certeza de la finitud y la posibilidad de un futuro.
La mujer (la brasileña Camila Morgado) tiene motivos más que suficientes para llorar: lo que era un viaje de placer a Buenos Aires se convirtió en una pesadilla después de la sorpresiva muerte de su pareja, y ahora está varada física y emocionalmente en el departamento de una amiga mientras intenta sortear los infinitos vericuetos de la burocracia mediante llamadas a juzgados, secretarios y casas velatorias, siempre a través del mismo teléfono que sonó al principio y que funcionará como uno de los dos contactos con el exterior. De allí provienen la voz de su madre, otras que anuncian más demoras en el proceso jurídico y costos astronómicos de servicios fúnebres, y hasta una con una indudable tonada cordobesa (Daniel Araoz, alargando las vocales como nunca antes en su vida) con pedidos de perdón por algún episodio que la mujer desconoce y que involucra a la locataria original, situación que le abre las puertas a una subtrama de comedia absurda sin demasiado espesor narrativo pero que diluye la amenaza de un relato lúgubre sobre el duelo.
Porque Vergel es menos un film mortuorio que uno sobre la espera. Una espera amenizada con lo que se tenga a mano, desde largos baños de inmersión, un programa de tv japonés de trasnoche y el análisis de los recovecos del departamento que funciona como una única locación, hasta la observación de un vecino músico en el edificio de enfrente y de un grupo de chicos siempre de fiesta en el balcón… Una espera sin tiempo (¿Cuántos días pasan? ¿Siete? ¿Quince? ¿Veinte?) aunque con espacios definidos. No es casual que Niklison sea también coreógrafa. Bien lejos de la sencillez visual de Diletante, Vergel podría ser una de Almodóvar en clave minimalista e implosiva, con una sofisticada puesta en escena que, a pesar de sus espacios cerrados, nunca se vuelve claustrofóbica, su minucioso trabajo sobre los colores fuertes (Morgado tiene un vestido rojo en la primera escena), los planos calculados hasta el último pixel y una cámara dispuesta siempre cerca del cuerpo de la protagonista, como si quisiera auscultar su dolor silencioso, personal e intransferible cediéndole la totalidad de la imagen.
El segundo contacto con el exterior se da a través del balcón-terraza que funciona como epicentro geográfico de la segunda mitad del film, cuyo inicio coincide con el ingreso a la historia de una vecina recientemente separada de su novio (Maricel Alvarez) y encargada de regar las innumerables plantas que decoran el lugar. Pura locuacidad e inocencia que contrasta con la depresión galopante de una visitante, en principio, visiblemente molesta. Pero el vínculo lentamente empieza a adquirir otras tonalidades. Vergel deja atrás la espera y el duelo para arrojarse, junto a su protagonista, a los brazos del deseo. Se arroja no una, sino dos, tres, cuatro veces, convirtiendo a ese balcón-terraza selvático en una metáfora algo obvia de la pulsión física como motor del triunfo de la vida sobre la muerte.