Así cualquiera decide morir
Les voy a contar una historia conmovedora: Veronika tiene un laburito en una multinacional con sede en Nueva York, en unos de esos rascacielos con vista a toda la ciudad. Va a trabajar vestida con ropa de ejecutiva que le hace apretar las nalgas y fruncir el ceño durante las aburridas reuniones donde se deciden cosas que no le importan. Porque Veronika tiene alma de artista. Pobre Veronika, los padres no la dejaron seguir estudiando piano en la prestigiosa Academia Juilliard porque en su estrechez de inmigrantes pensaron que no iba a poder subsistir con su gran talento musical. En el fondo la quieren, pero le cagaron la vida. Ahora ya no tiene ganas de nada, un día pone Radiohead y se clava pastillitas de todos los colores que la dejan en coma. ¡Qué tonta! Se hubiera comprado un libro de Paulo Coelho antes de semejante decisión. O a lo sumo, si no le gustaba leer, podría haber ido al cine. Una vez al año estrenan una película como esta, un canto a la vida como esas en las que Julia Roberts cuida a un enfermo de cáncer. Con esas lecciones podría haber aprendido a oler las flores por las mañanas y a disfrutar de un casete de Debussy sin tener que acabar en un neuropsiquiátrico lleno de locos de verdad.
Quién sabe, Dios obra de manera misteriosa. Si Veronika hubiera ido a ver una película de Emily Young no se habría encontrado con el Dr. Thompson y su extraño método de sanación que consiste en decirle mentiritas blancas al paciente para que se le despierten las ganas de existir. Por eso, cuando despierta del coma, después de que se llenara la panza de pastillas, el doctor le avisa que le queda poco tiempo de vida. Pero de todas formas no tiene ganas de sentarse a esperar; la Vero sigue emperrada en morirse lo más pronto posible. Así deambula por el hospital, de acá para allá en busca de algún medicamento que le reviente el corazón marchito. Y en ese deambular lo que le revienta el corazón no es ninguna droga, sino el frikigalán silencioso de Edward.
Las chicas del cotolengo mueren por él y su misteriosa afonía. Al principio Veronika no le presta demasiada atención, está más interesada en tocar el arpa. Hasta que un día descubre por los pasillos un piano muy bonito y se sienta a batir los dedos, y mientras toca apasionada una música elegante ve por la ventana que Edward la escucha parado bajo la lluvia cual Michael Myers. Ahí descubre que son iguales: los dos tienen alma de artista. El dibuja lindos retratos y la mira con respeto cuando ella se hace una paja. Eso es el amor, lo que le da sentido a todo y unas ganas locas de vivir lo que Veronika cree que son sus últimos días.
Al final se escapan a pasear por la ciudad, se divierten tanto que ella se queda dormida y, para meterle suspenso al asunto, él por un momento piensa que está muerta. ¡Qué mala suerte! Justo ahora que el amor le había hecho recuperar el habla le vuelve a pasar lo mismo que lo había dejado callado tantos años. Pero ella se despierta y a él le vuelve la sonrisa. Sin saber que el Dr. Thompson es un patrañero, Veronika va a vivir el resto de sus días como si fueran los últimos. Carpe diem.