Viaje a los pueblos fumigados (2018) comienza con una imagen acaso suficiente: una topadora avanza a través de un extenso y frondoso terreno y se lleva puesto todo lo que tiene a su alrededor.
La máquina prepara la tierra, deshace espesuras, hace desaparecer su densidad originaria. Su presteza apabulla. Y así desmonta miles de hectáreas ocupadas por la producción intensiva de soja, la planta más influyente del país. En otro momento del film, otra imagen amplifica su sentido. Una avioneta sobrevuela un territorio y arroja de una sola pasada cantidades enormes de pesticida. La velocidad define el conjunto del proceso. Sembrar, fumigar, cosechar en el menor tiempo posible. La multiplicación formidable de la renta empresaria es el resultado y el fundamento.
Una tercera imagen hacia el final del documental de Solanas termina de consumar la serie significante. En un acto político, una funcionaria del Estado anuncia con una sonrisa infantil y entre aplausos la adquisición de nueva maquinaria agrícola. La modernidad que asegura el progreso. Pero casi como un fantasma o como un moscardón inquieto, sobrevuela encima de ella otra avioneta, pero esta vez presumiblemente orientada a la publicidad –ese otro veneno-. La imagen conquista, sin proponérselo, la forma de una evidencia. La presencia de esa avioneta actúa por correspondencia y confirma la marca de una complicidad que es sobre todo política.
Mostrar las consecuencias sociales del cultivo intensivo de soja transgénica con agrotóxicos es el propósito principal del documental de Pino Solanas. Como anuncia su título, se presenta desde el inicio como un viaje hacia aquellas regiones del país literalmente arrasadas por la ejecución del modelo agro-industrial inaugurado en la década del noventa y en beneficio de multinacionales, bancos y terratenientes. Solanas se va a acercar a los involucrados, a las víctimas expuestas a los desmontes y a los bombardeos indiscriminados de la fumigación, va a preguntar a quienes se tuvieron que ir, a quienes se quedaron y resisten como pueden y en soledad. La tristeza es la reacción unánime. La impotencia es manifiesta e indisimulable.
Dividido en diez capítulos, y puntuado por la voz en off de Solanas, el documental expone el problema desde diferentes perspectivas. La descripción pormenorizada del modelo transgénico y sus secuelas: la usurpación del territorio de comunidades indígenas, la destrucción del suelo, las inundaciones, las migraciones rurales y la pérdida de trabajo, las enfermedades. El testimonio de una docente en una escuela rodeada de campos fumigados es prueba suficiente e irrefutable de la infamia. La película va a señalar la responsabilidad interesada de la ciencia y del Estado y el encubrimiento de los medios masivos de comunicación. A su vez, mostrará la existencia de pequeños pero obstinados espacios de resistencia, grupos que promueven formas alternativas de producción agropecuaria, el derecho de los pueblos a decidir sobre sus alimentos.
El relato en off de Pino Solanas se volverá por momentos demasiado pedagógico y declarativo, en su afán de explicar justo aquello que observamos y escuchamos durante el transcurso de la película. Como si los testimonios y las imágenes no alcanzaran o fueran suficientes para afirmar su contundencia. De todas formas, Viaje a los pueblos fumigados cumple con eficacia el objeto de sus pretensiones: la denuncia simple y directa de un modelo de destrucción que sostiene el actual estado de las cosas. Eficacia que descansa fundamentalmente en una forma de realización documental si bien un tanto perimida, consolidada durante años.
Efectivo entonces, ajustado trabajo de Solanas, aunque sin demasiados riesgos.