Fernando Pino Solanas ya nos tiene acostumbrados en sus películas documentales, a ver un filme de denuncia.
Suelen ser motivados por situaciones de injusticia, la mayoría de las veces social.
Viaje a los pueblos fumigados, su trabajo más reciente, arremete en contra de la fumigación en general -sobre escuelas rurales, e inclusive marcando, subrayando el veneno que ingieren quienes la diseminan en los mosquitos (avionetas). Y, de paso, la cosecha también indiscriminada de soja, los terratenientes, los bancos y las multinacionales, el gobierno -el presente, y el anterior-.
Quienes hablan con Solanas -que de nuevo se quedó con el rol del relator, con ese tono entre didáctico y semipomposo o suntuoso- es gente que la pasa mal. Realmente mal. Padres de niños que fallecieron o que quedaron enfermos. Personas de escasos recursos económicos, pero que saben pelearla.
Y también, gente que analiza y saca conclusiones de hechos, que como son mostrados por la cámara del director de La dignidad de los nadies, parecen tan agobiantes que extraña que nadie haga nada por remediarlo.
Así es el cine de Solanas, desde La hora de los hornos. Solanas filma, machaca una idea, como que la traga, la deglute y la vuelve a exponer. La reiteración es más que parte de un esquema preelaborado. Ya es un sistema que el realizador de Tangos, el exilio de Gardel y La nubemaneja con sapiencia y, casi casi con los ojos cerrados.
Esta vez, como en otras oportunidades, no todas, falta escuchar la otra campana. Tanto sea para ofrecer esa oportunidad, como para reforzar el mensaje.
Sea como sea, Viaje a los pueblos fumigados deja en primer plano el enorme peligro que conlleva hoy en día ingerir la comida que llevamos a nuestras mesas.
Los ejemplos son más que abundantes en este filme en el que el cineasta, de 82 años, se muestra tan pujante como siempre.