Ana y Lucho viven en el mismo barrio de la ciudad de Lima y en una Navidad se conocen. Del vínculo entre ambos surge una amistad duradera que estará delimitada por las fantasías de todos los niños, con un mundo de ensueños donde es posible dibujar un avión en el cielo y que vaya lejos, tan remotamente en el horizonte como un barco que en la imaginación del pequeño Lucho se dirige a Tombuctú.
Pero ese refugio infantil es invadido por la realidad de su tiempo con la escalada de tensión debido al accionar del terrorismo. Con todo, en los niños, son ecos inquietantes aunque lejanos. Ya adolescentes, ese clima de terror irá in crescendo, con muertos por decenas cada noche, atentados contra el suministro de energía y el toque de queda oficial. La calle no es un lugar seguro y sólo sirve como tránsito de una casa a la otra, donde se hacen fiestas, o para que Lucho visite a Ana, con quien mantiene esa sólida amistad que deviene en romance. Pero como el espiral de violencia no cesa, verán como sus amigos se van del país. El futuro aciago se intuye desde una cita a Una impecable soledad, del gran poeta peruano Luis Hernández. Asimismo, la Tombuctú del título recuerda a París-Tombuctú, del genial Luís García Berlanga, donde ese destino era otro lejano paraíso soñado.
La directora Rossana Díaz-Costa hilvanó el ambiente que rodea a esta juvenil historia de amor con una cuidada reconstrucción de época y de sus costumbres, que cautivó al público que la premio en el Festival de Lima. Así vuelven a estar presentes los casetes de audio, los grabadores doble casetera con ecualización de bandas, la filmadora Súper-8 y toda la estética que rodeaba a la juventud de los ochenta donde, vitalmente, se hacía presente la música. De tal manera el rock argentino, con Charly García y Soda Stereo, convive con el otrora famoso grupo francés Indochina, tanto en las constantes menciones como en la banda sonora del film que es matizada con las melodías de Abraham Padilla.
Aquí aparece uno de los problemas de Viaje a Tombuctú: su edulcorada sensibilidad que en algunos momentos (y en particular al comienzo del relato con niños, que actúan muy irregularmente) condiciona esa búsqueda de realismo. Díaz-Costa, reconocida como una notable escritora, hace prevalecer un buen armado del guión y pese a algunas puestas de cámara no del todo convincentes, logra que predomine la fluidez narrativa por sobre los desajustes, también gracias a la química de la pareja protagónica de este relato sencillo y nada pretencioso sobre la felicidad perdida con su inevitable sabor a nostalgia.