Celia Rico Clavellino parte en su primera película de una doble idea de abandono, que acaba deparando a su vez una doble perspectiva de la soledad. Hay una ausencia de un padre que fallece, y una madre y una hija que tienen que afrontar el duelo. Y también está la marcha de esta última, que ya está a punto de abandonar la adolescencia, para trabajar en el extranjero, con lo que deja a su madre sola en la casa de un pequeño pueblo del sur de España. Donde antes había tres personas viviendo, ahora solo hay una.
Pero hay un algo que ha permanecido intacto, que ha sobrevivido a estos cambios, es la mesa camilla del salón en torno a la cual se reunía la familia. Este objeto tiene algo más que una sugerente función escénica. Es también una conexión y un punto físico para las confidencias y las demostraciones de amor, como ocurre con los otros objetos que van apareciendo en el film: un acordeón sepultado en un armario, un celular que suena de manera inesperada, las cazuelas que hacen ruido en la cocina o una máquina de coser que vuelve a funcionar después de llevar tiempo parada. Todos vinculan el presente con el pasado y funcionan para reforzar la metáfora en torno a la distancia y la separación que plantea con gran acierto este film.
Viaje al cuarto de una madre -doblemente premiada tras su presentación en la sección Nuevos Realizadores de la 66ª edición del Festival de San Sebastián- es una película que apuesta por contar y filmar los detalles. Trabaja sobre las expresiones de los sentimientos y los actos cotidianos para ofrecer la visión de esa doble soledad desde el punto de vista de madre e hija (emocionantes trabajos de Lola Dueñas y Anna Castillo), conformando un juego de espejos que más que reflejar la misma imagen acaba proyectando una visión complementaria, la de sus dos protagonistas. Y así invita al espectador a sentir el calor que emana del brasero bajo las faldillas de esa mesa camilla y también el frío que se respira en el resto de las habitaciones tras la muerte del padre, cuyo espectro recorre la casa como si fuera un personaje más en fuera de campo.
Tras el cortometraje Luisa no está en casa (2012), la directora y guionista debuta con un film con algún tinte autobiográfico que hace de la contención una de sus grandes virtudes, pero que, sin embargo, no escatima emociones y, sobre todo, no tiene ningún tipo de pudor en mostrarlas tal y como son en la realidad. Con sus imperfecciones, sus egoísmos y también sus momentos de felicidad más plenos. Para ello resulta clave su austera apuesta narrativa, sostenida sobre planos milimétricamente compuestos, con una cámara que parece acercarse para acariciar a sus protagonistas –apoyada en unas interpretaciones repletas de matices y de gestos mínimos de las dos actrices–, a la vez que hace creíble esa atmósfera de casa de pueblo. Los trabajos de Santiago Racaj, en la dirección de fotografía, y de Fernando Franco, en el montaje, completan esta apuesta formal de la cineasta en una película que aporta una mirada nueva y repleta de verdad sobre una historia cotidiana, que ahora mismo seguro está sucediendo en alguna casa.