Pornomelancolía funde forma y fondo de una manera decidida, arriesgada y sin concesiones. Su propio título desvela lo que ofrece el film: una combinación de cine pornográfico gay (los encuentros sexuales ocupan casi dos tercios del film) con el estado emocional en el que vive sumido su personaje principal. El protagonista es Lalo Santos, un sexinfluencer mexicano de Oaxaca que acumula en su cuenta de Twitter más de doscientos mil seguidores. Desde la “no ficción”, la película recrea su cotidianeidad, guiada por su incesante y “explícita” actividad en redes sociales y por su trabajo como actor porno. Una realidad que aparece embriagada de la melancolía del título, que se manifiesta desde la primera secuencia del film, cuando Santos rompe a llorar solo en plena calle. La presentación de Pornomelancolía, la cuarta película del argentino Manuel Abramovich, en la Sección Oficial a concurso del Festival de San Sebastián supone un paso adelante en la filmografía de un cineasta interesado en indagar en la frontera entre la realidad y la ficción. En este caso, el director de Solar (2016) acompaña a la celebridad de las redes sociales en varias etapas y tesituras, desde sus comienzos publicando desnudos en redes hasta el rodaje de una (delirante) película porno sobre la relación entre Emiliano Zapata y Pancho Villa, pasando por los encuentros con desconocidos en cuartos oscuros, habitaciones y parques. En la parte central de Pornomelancolía, que transcurre en una villa en el desierto y pone el foco en el rodaje del film porno-revolucionario, es donde el relato alcanza un grado de hibridación más radical. Por un lado, Abramovich filma con su cámara (bastantes) secuencias de la película en proceso, pero a la vez acompaña a los actores en sus descansos con una mirada hermosamente contemplativa. El cineasta observa a sus personajes a través de encuadres que huyen en todo momento del convencional plano fijo frontal del documental de bustos parlantes. Y los intérpretes regalan a la cámara testimonios acerca de las deplorables condiciones de trabajo que imperan en la industria del porno, acerca de los ‘beneficios’ de la profesión de escort o de la forma en la que cada uno de ellos enfrenta su batalla contra la enfermedad, en especial contra el estigma que aún hoy en día supone contraer el VIH. Luego está la cuestión de la planificación de las abundantes secuencias de sexo. El director de Años luz (2017), el documental sobre Lucrecia Martel y Zama, se muestra respetuoso, tanto en la puesta en escena del film porno sobre la revolución mexicana como en los posteriores vídeos caseros con los que Lalo Santos deviene una estrella plenamente autoconsciente (sabe cómo emplear el montaje para alcanzar más likes). Abramovich opta en muchas ocasiones por el fuera de campo y por angulaciones que muestran solo lo necesario, aunque no elude la presentación de desnudos integrales de cuerpos masculinos. En todo caso, el centro de la representación lo acaba ocupando el vacío interior de Santos, quién exhibe sus capacidades interpretativas en una magnífica secuencia que recrea su primer casting. El pasado mes de agosto, Santos denunció en su cuenta de Twitter que, durante el rodaje de Pornomelancolía, había sido víctima de la “falsa empatía” de Abramovich. En este caso, a diferencia de lo ocurrido con Sparta, de Ulrich Seidl, la denuncia de un trato inadecuado procede de una persona implicada en la realización del film, lo que genera una cierta desazón, sobre todo porque la película trata justamente sobre eso, sobre la soledad y la falta de empatía que sufre el influencer que se encuentra al otro lado de la pantalla.
El título de la cuarta película de Claudia Llosa hace referencia a la distancia que separa a una madre de su hijo cuando este puede encontrarse en peligro. Es un hilo invisible que permite reaccionar para evitar un accidente. La cineasta adapta la novela homónima de la escritora argentina Samanta Schweblin, con la que consiguió un gran éxito editorial, y ambas firman el guion de una historia centrada en la maternidad, un tema que aparecía ya en La teta asustada (2009), el segundo film de la directora peruana afincada en Barcelona, con la que consiguió el Oso de Oro en la Berlinale. En Distancia de rescate, la maternidad es abordada desde distintos puntos de vista y diversos estados emocionales, adoptando el formato del thriller y ofreciendo algunos apuntes que van más allá del tema central, a propósito de cómo el ser humano está amenazando la vida de la tierra y su propia salud. Esta coproducción internacional que distribuye Netflix comienza generando cierta perplejidad al espectador. Una voz en off de una mujer que se encuentra agonizando habla con un niño, que la invita a recordar los acontecimientos que ha vivido a lo largo de los últimos días. Una secuencia onírica, con imágenes inconexas, que sirve como presentación de esas dos voces que acompañarán al espectador de forma críptica e inquietante a lo largo de todo el metraje. La película cuenta la llegada de Amanda (María Valverde) y de su hija Nina a una casa de campo en un lugar del interior de Argentina. Piensan disfrutar de sus vacaciones, mientras esperan al marido que tiene que regresar de un viaje de trabajo. Nada más instalarse reciben la visita de Carola (Dolores Fonzi), que es también madre de un niño algo mayor que se llama David. Este encuentro resulta desconcertante, hay una sensación de extrañeza que sobrecoge y anuncia que esa distancia de rescate se va poner en algún momento en peligro. Algo que confirma la revelación de Carola a propósito de un accidente que su hijo sufrió cuando era pequeño y que, según relata, ha cambiado su vida y su comportamiento. De este modo, el guion apunta hacia un elemento sobrenatural que va a estar presente a lo largo de todo el film y plantea un misterio que funciona como punto de giro para una narración que se construye con continuos saltos temporales propiciados por las conversaciones que se escuchan en off, que intentan recomponer un puzle al mismo tiempo que lo hace el espectador. La directora de Madeinusa (2006) y Aloft (2014) ofrece un nuevo registro en su carrera al acercarse al thriller, y lo hace aferrándose a algunos de los lugares comunes del género, pero sin dejar de demostrar su personalidad como narradora. La forma en la que retrata los cuerpos dentro de la naturaleza, la búsqueda de planos que transmiten inquietud a pesar de una aparente belleza y la creación de ambiente asfixiantes son algunos elementos con los que trabaja en el film, que consigue su objetivo de ser una película de género que funciona como tal. Pero sobre todo brilla por esa reflexión que propone a propósito de las distintas formas de entender la maternidad de las dos protagonistas. Un interesante punto de vista, a partir de una obra firmada por dos mujeres, que habla, en clave universal, de los miedos de estas madres y de la forma en la que se relacionan con sus hijos. María Valverde y Dolores Fonzi afrontan el duelo interpretativo con dos personajes opuestos que en realidad funcionan como dos caras de la misma moneda. Es como si se miraran a la vez en el mismo espejo –en este sentido el film tiene un aire bergmaniano– y cada una quisiera capturar el reflejo de la otra para transformarse en alguien que no es. Un planteo psicológico que consigue que un film que pudiera pasar por un producto de suspense alcance su propia y determinante valía.
Esta coproducción con España dirigida por el argentino Pablo Agüero (Salamandra, 77 Doronship, Madres de los dioses, Eva no duerme) está ambientada en el País Vasco en 1609, tiempos de Inquisición y caza de brujas (en el sentido más literal del concepto). El film -que había sido elegido para la Quincena de Realizadores del Festival de Cannes 2020, tuvo su estreno mundial en la Competencia Oficial de San Sebastián y acaba de ganar 5 premios Goya- llega de forma simultánea al cine, al streaming pago y de forma gratuita a la señal de TV y la plataforma online de Cine Ar. En una de las secuencias centrales de Akelarre, un grupo de chicas acusadas de brujería baila frente al representante del rey una danza, arraigada en las costumbres y el folclore del País Vasco, que acaba por transformarse en un aquelarre a ojos del inquisidor y su séquito. En esta mutación residen algunas de las claves del nuevo film del cineasta argentino Pablo Agüero. La más relevante apunta a una sustitución del punto de vista masculino (del acusador) por el femenino (el de las acusadas) para narrar, a través de esta nueva perspectiva, un proceso de empoderamiento dentro de un universo patriarcal. A través de esa danza, las protagonistas se manifiestan contra los prejuicios y los abusos de poder imperantes en la sociedad de comienzos del siglo XVII, un mundo en el que la rebeldía se combatía a golpe de falsas acusaciones. Pero además de unas revelaciones de calado histórico e ideológico, este pasaje bailado también pone de manifiesto las tesis formales del film, basadas en una reflexión en torno al poder de la representación. En varios momentos de la película, las protagonistas simulan ser otras personas: se trasladan a lugares idílicos a través sus canciones, recuerdan historias míticas de su tierra e, incluso, ponen en escena, en el calabozo donde se encuentran recluidas, los gestos y palabras con las que los inquisidores tratan de arrancarles una confesión. De este modo, Agüero plantea un juego de resignificación de las imágenes donde la mirada de quien observa da forma a una realidad subjetiva. Por un lado, está la pureza de las chicas, que escenifican de un modo inocente su tétrica situación. Del otro lado, surge el delirio y las pulsiones punitivas del juez, que altera la realidad hasta el punto de convertir un inofensivo divertimento en un verdadero aquelarre. En este territorio, entre la ficción y sus posibles representaciones, delimita Agüero el espacio de su obra, que escapa del rigor historicista –a pesar de estar basada en las memorias del juez Pierre de Lancre, escritas durante su periplo en busca de ‘brujas’ por el País Vasco alrededor de 1609, y de partir de un libro prohibido del historiador francés del siglo XIX Jules Michelet- y también del thriller judicial. No interesa tanto el veredicto y las deliberaciones (el espectador es consciente de hasta qué punto estas se encuentran condicionadas de partida) como la evolución de las protagonistas, apenas unas niñas que deben madurar y asumir su condición de adultas por obligación. Mujeres que anhelan sentirse libres e inocentes en una sociedad que trata de condenarlas. Ese empoderamiento femenino es la tesis esencial de un film que se alimenta de la potencia de las imágenes y que cuenta con una magnética banda sonora y canciones que firman Aranzazu Calleja y Maite Arroitajauregi, más conocida en el ámbito musical como Mursego. Estas melodías ilustran ese doble proceso judicial y de madurez que da forma a la película, y son, junto a las coreografías, un verdadero reflejo de los estados de ánimo de los personajes. Asentado en el ámbito del cine sensorial, el film conquista un territorio de interés, a pesar de cierto maniqueísmo a la hora de encontrar culpables e inocentes en la historia. Una decisión que responde a la necesidad de transmitir un mensaje en favor de la libertad y contra las imposiciones de cualquier tipo. Un alegato que, además, resulta dolorosamente extrapolable a nuestros días.
¿Y si el Estado decidiera que el mejor lugar para los presos condenados a cadena perpetua o que esperan en el corredor de la muerte fuera una nave a la deriva en el espacio? Con esta premisa se acerca Claire Denis al cine de ciencia ficción. Tras probar suerte con la comedia dramática sobre el amor en Un bello sol interior (2017), la esencial cineasta francesa continúa explorando nuevos territorios, viajando a lugares desconocidos en su filmografía –que cumple ahora 30 años– como muchas veces lo hacen los personajes en sus películas. Pero esta vez el trayecto es más largo y sitúa la acción en los límites del sistema solar, en la que es la primera obra rodada en inglés. La cineasta presenta su nueva y portentosa película a partir del propio núcleo del relato, para luego, a través de las elipsis y de la narración fragmentada y no cronológica, tan habituales en su cine, proponer al espectador un estimulante ejercicio de reconstrucción narrativa. En este caso, encontramos dos personajes, el astronauta Monte (un muy convincente, creíble y atormentado Robert Pattinson) y su hija pequeña. Ambos están solos en la nave espacial y su única comunicación con el exterior desde hace años son los mensajes que ellos envían (y de los que desconocen su destino) para confirmar que cumplen su misión, así como las imágenes en modo ‘random’ que desde la Tierra emite un televisor. Son parte de un grupo de exconvictos –como se encarga de subrayar Denis con un flashback– obligados a vagar por el espacio en busca de nuevos recursos para la humanidad. En el viaje también participa una doctora, con un propósito supuestamente científico, a la que interpreta Juliette Binoche en un registro novedoso y estimulante en su impresionante carrera. El pasado de los miembros de la tripulación se reduce a su expediente delictivo. Son cuerpos en el espacio, despojados de identidad (solo conservan su nombre), y como tales Denis los filma en los distintos espacios que componen la nave. Un lugar recreado, en una audaz aunque arriesgada decisión de dirección artística, de una manera tan elemental que recuerda por momentos a los interiores de una casa. La directora no se permite alardes, tampoco existe el gran trabajo de postproducción digital que se le supone al género, y apuesta por la esencia de los espacios. Porque lo que interesa es contextualizar y encajonar esos cuerpos olvidados (expulsados) por las autoridades, que, sin embargo, sí conservan la pulsión sexual irrefrenable, el deseo y la pasión, claves del cine de la directora, y también el instinto de violencia. Por ahí se cuela el componente político en la narración, que en realidad es el detonante de toda la trama. En el apartado técnico, no encontramos en esta ocasión a la directora de fotografía Agnès Godard, a la que sustituyen Yorick Le Saux y Tomasz Naumiuk, pero Denis sí regresa a la escritura junto con su habitual coguionista Jean-Pol Fargeau, tras la interrupción en su trabajo conjunto que supuso Un bello sol interior. Y la banda sonora la firma Stuart A. Staples, colaborador desde hace años de la cineasta junto a su grupo Tinderstiks. Su trabajo en la película se materializa en una composición rítmica y atmosférica, compuesta por texturas inquietantes, que puntúa los momentos más extremos y acompaña el devenir de esa nave por el espacio junto con un diseño del sonido que acentúa el silencio. El silencio del espacio y el que separa a esos personajes que gravitan, incluso llegan a flotar en una memorable secuencia, en una discusiva y, a la vez, emocionante película de ciencia ficción que, sin embargo, está muy bien asentada sobre la tierra firme que supone la filmografía de su creadora.
Celia Rico Clavellino parte en su primera película de una doble idea de abandono, que acaba deparando a su vez una doble perspectiva de la soledad. Hay una ausencia de un padre que fallece, y una madre y una hija que tienen que afrontar el duelo. Y también está la marcha de esta última, que ya está a punto de abandonar la adolescencia, para trabajar en el extranjero, con lo que deja a su madre sola en la casa de un pequeño pueblo del sur de España. Donde antes había tres personas viviendo, ahora solo hay una. Pero hay un algo que ha permanecido intacto, que ha sobrevivido a estos cambios, es la mesa camilla del salón en torno a la cual se reunía la familia. Este objeto tiene algo más que una sugerente función escénica. Es también una conexión y un punto físico para las confidencias y las demostraciones de amor, como ocurre con los otros objetos que van apareciendo en el film: un acordeón sepultado en un armario, un celular que suena de manera inesperada, las cazuelas que hacen ruido en la cocina o una máquina de coser que vuelve a funcionar después de llevar tiempo parada. Todos vinculan el presente con el pasado y funcionan para reforzar la metáfora en torno a la distancia y la separación que plantea con gran acierto este film. Viaje al cuarto de una madre -doblemente premiada tras su presentación en la sección Nuevos Realizadores de la 66ª edición del Festival de San Sebastián- es una película que apuesta por contar y filmar los detalles. Trabaja sobre las expresiones de los sentimientos y los actos cotidianos para ofrecer la visión de esa doble soledad desde el punto de vista de madre e hija (emocionantes trabajos de Lola Dueñas y Anna Castillo), conformando un juego de espejos que más que reflejar la misma imagen acaba proyectando una visión complementaria, la de sus dos protagonistas. Y así invita al espectador a sentir el calor que emana del brasero bajo las faldillas de esa mesa camilla y también el frío que se respira en el resto de las habitaciones tras la muerte del padre, cuyo espectro recorre la casa como si fuera un personaje más en fuera de campo. Tras el cortometraje Luisa no está en casa (2012), la directora y guionista debuta con un film con algún tinte autobiográfico que hace de la contención una de sus grandes virtudes, pero que, sin embargo, no escatima emociones y, sobre todo, no tiene ningún tipo de pudor en mostrarlas tal y como son en la realidad. Con sus imperfecciones, sus egoísmos y también sus momentos de felicidad más plenos. Para ello resulta clave su austera apuesta narrativa, sostenida sobre planos milimétricamente compuestos, con una cámara que parece acercarse para acariciar a sus protagonistas –apoyada en unas interpretaciones repletas de matices y de gestos mínimos de las dos actrices–, a la vez que hace creíble esa atmósfera de casa de pueblo. Los trabajos de Santiago Racaj, en la dirección de fotografía, y de Fernando Franco, en el montaje, completan esta apuesta formal de la cineasta en una película que aporta una mirada nueva y repleta de verdad sobre una historia cotidiana, que ahora mismo seguro está sucediendo en alguna casa.
El documental biográfico siempre corre el riesgo de que el personaje retratado, sobre todo si su personalidad tiene la inmensa fuerza de Chavela, acabe fagocitando cualquier rastro de autoría cinematográfica. Es decir, puede más el peso de la investigación e, incluso, de la tesis, que los propios valores estéticos/artísticos del relato. Quizá sabiendo que esto iba a pasar desde un primer momento, las directoras de este documental parecen apartarse y dejar paso a Chavela Vargas, al personaje, a la cantante, a la mujer que luchó (y sufrió) por su libertad sexual y, sobre todo, a la leyenda. El documental aporta entrevistas inéditas con la cantante nacida en Costa Rica, quizá la parte más valiosa junto con el material de archivo gráfico, y también testimonios de aquellos que la conocieron (como, por supuesto, Pedro Almodóvar, además de Miguel Bosé, Martirio o Liliana Felipe). Un recurso que, ciertamente, no aporta y simplemente sirve para acrecentar un mito cuya voz no necesita que se amplifique. Es cierto que Chavela se deshilacha como narración en imágenes, pero también aporta ese placer casi vouyerístico que supone descubrir la posible humanidad detrás de los mitos.
La colombiana Laura Mora clausura Matar a Jesús con una dedicatoria a su padre. Toda la película gira en torno a su memoria: un hombre asesinado por un sicario por defender sus ideas. Lo mismo ocurre en la película: la protagonista, una joven estudiante de Bellas Artes, apasionada de la fotografía, es testigo del asesinato a balazo limpio de su padre, un profesor de la Universidad siempre dispuesto a decir la verdad, en una calle de un barrio residencial de Medellín. Aunque la cineasta no ha querido desvelar hasta qué punto la trama y la realidad corren en paralelo, convergen o se separan radicalmente, el caso es que aquí la chica decide, ante la ineptitud de la Policía y el Poder Judicial, tomarse la venganza por su cuenta. Mora entrega así una película que tiene mucho de denuncia, así como de confesión sentimental, pero por encima de todo plantea un interesante debate moral a raíz de la relación que se establece entre el asesino y la hija de su víctima. Una relación que habla de los orígenes de la violencia y de cómo la sociedad va plantando semillas para que esta surja entre las clases más humildes. Mora compitió en la sección de Nuevos Realizadores del Festival de San Sebastián con su segunda película. Antes había rodado el telefilm Antes del fuego (2015), sobre el asalto al Palacio de Justicia de Colombia, un hecho que cambió la historia de su país de una manera definitiva; y también había codirigido, junto a Carlos Moreno, la serie Escobar, el patrón del mal, que produjo la televisión de su país. Con Matar a Jesús, la cineasta sigue acometiendo retratos socio-políticos colombianos, aunque esta vez se sumerge en los bajos fondos urbanos y también humanos. La propia directora citó como una referencia crucial el estilo neorrealista de Víctor Gaviria, y la sombra de La vendedora de rosas (1998) y, sobre todo, Rodrigo D. No futuro están muy presentes en el film, al igual que la literatura de Fernando Vallejo, en especial su novela La virgen de los sicarios, que retrata los ambientes marginales con la misma aspiración casi documental que lo hace esta película. Construida alrededor de la tensa dinámica que se establece entre los dos protagonistas, Matar a Jesús plantea numerosas preguntas en torno al acto de la venganza, para acabar hablando de redención, pena y culpa. Así, una película en principio muy terrenal, aferrada a la realidad, y que retrata situaciones cotidianas del día a día de la parte más violenta (y sin control) de Medellín se desplaza brillantemente hacia el drama interno, va adquiriendo un tono asfixiante y tenso, además de ofrecer una postal nada condescendiente de una realidad social. Una foto perfectamente definida que lleva la firma de esa joven protagonista que nunca se separa de su cámara y que quiere vengar la memoria de su padre.
Tras su reciente paso por los festivales de Toronto y San Sebastián se estrena esta más que valiosa ópera prima rodada en el Delta del Tigre. Tigre, primera obra de Silvina Schnicer (argentina) y Ulises Porra Guardiola (español), es una película ambientada en el paisaje del Delta del Tigre y en el que se dan cita conflictos familiares, historias iniciáticas, cierta tendencia a la fantasía y una reflexión final a propósito de las raíces y el (des)apego hacia éstas. El film arranca con vocación de melodrama coral y se instala en ese género no oficial, pero muy explorado, que se podría denominar de reencuentros familiares. En este caso, dos amigas (una de ellas la dueña de la casa que es el escenario principal) deciden reunir a algunos miembros de sus familias, amigos y vecinos para pasar una temporada juntos, como medida de presión ante el acoso de los bulldozer de una inmobiliaria que quiere modernizar el urbanismo de la zona y acabar con las viejas viviendas. Un argumento de resistencia que pronto se bambolea, como la metáfora del bambú que usa en un momento de la película uno de los personajes, pero que consigue hallar su rumbo. Porque la pareja de cineastas van acumulando personajes y situaciones –durante buena parte del metraje inconexas, lo que también las convierte en apasionantes– hasta convertir la narración en un collage de vidas y motivos, arropado por la humedad del río y el ruido de fondo de los animales e insectos que pueblan la zona. Este uso de la naturaleza funciona como algo más que un simple contorno. Tiene Tigre algo de La ciénaga (2001), de Lucrecia Martel, sobre todo a la hora de captar esos ambientes asfixiantes y también de retratar la tensión (física sobre todo) que se genera entre los personajes. Y también algo del cine-naturalista de Matías Piñeiro en films como Rosalinda (2010). Es lógico encontrar entre los debutantes trazos de dos las miradas más sustanciales que tiene el cine argentino actual. Pero lo mejor de Tigre es que acaba encontrando su propia voz y, sin excesos, mantiene siempre la tensión contenida de una manera sutil, convirtiendo el collage narrativo en una obra uniforme, que no unidireccional, con las formas y colores perfectamente definidos. El ‘cine de reencuentro’ al final no es más que la coartada para afrontar temas de más entidad entre los que acaba por surgir como nexo el paso del tiempo. El tiempo es imparable y, al contrario que las aguas del delta de un río, nunca se estanca.