Un hecho de la vida, que todos saben que va a suceder, pero que nadie está realmente preparado para asumirlo.
Un marido que fallece, y en ese acto deja una viuda y una joven huérfana.
De cómo cada una podrá circular la elaboración del duelo por la pérdida transita el filme.
El relato se centra en la relación de Leonor (Anna Castillo) con su madre, ella quiere marcharse de casa pero no se atreve a decírselo a Estrella (Lola Dueñas), quien elige el encierro, no quiere que se vaya, pero tampoco es capaz de retenerla a su lado. Madre e hija tendrán que afrontar esa nueva etapa de la vida en la que su mundo en común se desmorono.
El problema es que más allá de las muy buenas actuaciones, lo sensible del texto se torna por momentos en pretencioso desde la forma. Todo lo que puedo decir sin contarlo. Por momentos esta idea directriz cae en mesetas narrativas que impiden el avance de un desarrollo que no esta sostenido desde un conflicto totalmente explicito, es intrínseco, se respira, se intuye.
Todo apoyado en la creación de un clima entre opresivo y melancólico, que no recurre a la sensiblería para emocionar, no es su intención, la misma radica en una radiografía de la correspondencia materno/filial.
El título elegido es más que elocuente, el viaje que se debe iniciar desde el reducto que acoge a las personas, el lugar de la madre, el cuarto, sus objetos, su historia, de ahí que uno empieza a poner distancia para empezar a vivir la propia vida.
Lo dicho, la sobresaliente actuación de ambas mujeres es lo mejor del filme.
La realizadora oriunda de Sevilla, Celia Rico Clavellino, recurre a mostrar los momentos, la intimidad, los detalles, hasta la presencia de las camisas de ese hombre que denotan y pesan en ausente, es desde esa elección estética que cumple y abre expectativas futura con esta, su opera prima.