DOS MUJERES EN PUGNA
Una madre y una hija. Ambas conviven en un departamento algo depresivo y mantienen algunos rituales, como el de ver una serie mientras cenan: “¿Vemos otro capítulo?” dispara alguna de ellas cuando la tensión evidente parece llevar el vínculo para ningún lado; la ficción como salida. Si bien en Viaje al cuarto de una madre hay escenas por fuera de ese único espacio, la directora Celia Rico Clavellino logra que el peso del hogar sea algo imposible de sobrellevar para las protagonistas, fundamentalmente porque ahí se encuentran los rastros de un hombre que ya no está (un marido, un padre). Por eso Estrella (Lola Dueñas) tendrá esporádicas salidas al exterior, mientras que Leonor (Anna Castillo) vivirá la necesidad de abandonar el hogar como una crisis existencial. Ese es el mínimo conflicto que este film español trabajará a lo largo de su hora y media, con una habilidad manifiesta por parte de la directora y sus intérpretes por los detalles y por encontrar emociones subterráneas, que parecen no estar ahí pero lo están.
Leonor trabaja en un taller de costura planchando prendas, más por herencia que por gusto; no parece ser lo suyo. Estrella está encerrada en su departamento, casi catatónica, llorando algo que suponemos pero nunca se expone, mientras los rastros de aquel hombre aparecen encerrados en cajas y en placares en forma de zapatos y camisas en desuso. Es interesante la forma en que la ropa construye sentido, así como una manta representa la membrana que mantiene pegadas a hija y madre; también un vestido que la segunda le hace a medida a la primera. Para Leonor esa ropa que plancha es un lazo que no termina de separarla del hogar familiar y es aquello que acepta por tradición; para Estrella esas prendas que aparecen son lo que la ancla a su pasado y lo que le impide, en apariencia, salir. La liberación de ambos personajes viene a partir de decisiones en relación a eso. Ojo, liberación que no representa para el relato una salida definitiva: Viaje al cuarto de una madre es de esas películas en las que lo que importa son las decisiones y no tanto lo que los personajes logran con eso.
Desde lo formal, la película de Celia Rico Clavellino parece inscribirse en la estética de ciertos dramas contemporáneos que apuestan por lo bucólico y la falta de emociones, pero en verdad es un retrato casi naturalista del vínculo entre una madre y una hija, a la vez que parece ser -por vía del metalenguaje y la autoconsciencia- un ejercicio en el que ambas actrices juegan a buscar lo sensible en su interpretación y en la de su compañera. Así las dos mujeres que en el relato aparecen en pugna, tensando la cuerda de su vínculo, son también las propias actrices viendo por qué lado atacan las emociones de la otra. Y contra el manual del drama que apuesta por la explosión como seguro de calidad, en Viaje al cuarto de una madre nada termina por hacerlo. Lo atractivo es que nada luce estudiado en la película y todo fluye con una naturalidad infrecuente, de esa que se consigue cuando hay por parte de los realizadores y sus intérpretes una comunión y una química especial. El resultado en el cine está atado, indisolublemente, al proceso creativo, de la misma manera que la vida es una sucesión de decisiones atinadas o no. Clavellino, Dueñas y Castillo entendieron todo perfectamente.