Cuando la soledad tiene forma de hotel.
Sin plantearla frontalmente, Viaggio sola habilita una pregunta: ¿quién es más feliz, esa mujer que viaja sola por el mundo, rodeada de lujos, o aquella otra que ha conformado una familia a la cual no parece faltarle demasiado? Lo bueno del film es que no intenta responderla.
Enmarcada por la suntuosidad de un puñado de hoteles cinco estrellas, Viajo sola evita en líneas generales la posibilidad de que pueda ser confundida con un programa del Travel Channel o un folleto audiovisual de la empresa Leading Hotels of the World (que, sin embargo, aparece como auspiciante del tercer largometraje de la italiana Maria Sole Tognazzi). Pero algo de eso hay, inevitablemente: así como un film de corredores de autos no puede evitar el despliegue de alguna que otra secuencia de automovilismo o a una película acerca de un barman se le hace difícil escaparles a los planos de botellas, copas y vasos mezcladores, la ocupación de la protagonista obliga a la cámara a detenerse –al menos por unos instantes– en lujosos lobbies, camas king size y los más sofisticados desayunos buffet. Irene (Margherita Buy) es inspectora de alojamientos de prestigio, faena que la obliga a caer de incógnito y hacerse pasar por una clienta más, al tiempo que cronometra tiempos de espera, pasa los dedos por los rincones más recónditos en busca de mugre oculta y analiza la predisposición y simpatía de botones y camareros (cuántas veces es capaz de hacerlo sin que su identidad sea anticipada por otros gerentes es algo que el film no aclara).
Irene ha pasado hace poco los cuarenta y es, previsiblemente, una mujer sola. Aunque los encuentros con su ex Andrea (Stefano Accorsi) son frecuentes, esa relación ahora amistosa no incluye la pasión erótica, aunque compartan lecho de cuando en cuando. En la elección de ese particular trabajo –que podría equipararse con el de comisario de a bordo–, Sole Tognazzi y sus coguionistas imaginan un punto de partida para encarar un tratado ligero y amable sobre la soledad en los tiempos que corren. Y la posibilidad de que esa opción de vida implique o no un estado de melancolía infinita o la libertad más absoluta. O ninguna de esas dos cosas. El hecho de que la hermana de Irene (casada, ama de casa, madre de dos niñas), haya optado por un camino más “tradicional”, cumple la función de espejo contrastante y punto de fuga de distintas imágenes del rol de la mujer en la sociedad contemporánea. Sin plantearla frontalmente, la película habilita una pregunta: ¿quién es más feliz, esa mujer que viaja sola por el mundo, rodeada de aparentes lujos, o aquella otra que ha conformado una familia a la cual no parece faltarle demasiado?
Viajo sola comprende que el cine es más sugestivo cuando no intenta darle lecciones al espectador y no aspira a responder (y lo bien que hace) esa incógnita sin respuesta admisible. “Esta vida no es real. Toda esta opulencia es sólo un escenario”, afirma alguien con enjundia, al tiempo que disfruta de un trago bien preparado en el confortable bar de uno de los establecimientos de lujo. Y si bien la película parte de una premisa que podría confundirse por momentos con la tradicional escuela de la comedia romántica, la historia misma y, en particular, su tono usualmente medido y poco propenso al estrépito, se revela como particularmente apto para algún giro tardío de cierta potencia dramática. Por razones que no conviene detallar aquí, el encuentro en un hotel berlinés con una feminista de alcurnia hace las veces de bisagra narrativa para el tercer y último acto, una de las pocas concesiones a los golpes de efecto de una película usualmente calma y reservada, como su protagonista.