Decepción y psicología conductista.
Quizás duela reconocerlo pero resulta indudable que casi todos los grandes cineastas han tenido algún que otro desliz a lo largo de su derrotero, esa obra individual que los deja mal parados ya sea porque pone al descubierto los puntos flojos de su cosmovisión o debido a que simplemente nos acerca hacia un declive artístico asociado al fundamentalismo y/ o la indulgencia. Es momento de sincerarnos y aclarar que Vicio Propio (Inherent Vice, 2014) cae en ambas parcelas, lo que la posiciona como la película menos interesante de Paul Thomas Anderson y una frustración mayúscula, circunstancia que para colmo se ve intensificada gracias a que sus dos films anteriores habían sido los mejores de su carrera.
Así las cosas, el “período Stanley Kubrick” sólo le duró dos entradas, Petróleo Sangriento (There Will Be Blood, 2007) y The Master (2012), y a continuación retomó su “etapa Robert Altman”, aunque inspirándose en lo peor del mítico director. Basada en una novela de Thomas Pynchon, la historia gira alrededor de los devaneos de Larry Sportello (Joaquin Phoenix), un investigador privado bastante fumón que a principios de los 70 recibe la visita de Shasta Fay Hepworth (Katherine Waterston), una ex novia que le solicita ayuda para evitar que encierren en un manicomio a su actual pareja, el magnate inmobiliario Michael Z. Wolfmann (Eric Roberts), víctima de un complot pergeñado por su esposa y su amante.
Por supuesto que las apariencias engañan y lo que comienza como una simpática mixtura de Barrio Chino (Chinatown, 1974) y El Gran Lebowski (The Big Lebowski, 1998) pronto muta en un delirio soporífero de 148 minutos en el que únicamente sobrevive el gesto de querer patear el tablero a pura revulsión, pero sin una propuesta a la altura de tan nobles pretensiones. Es paradójico que la tibieza procedimental de Anderson le impida volcar de lleno el convite hacia el diapasón surrealista (apenas si hay chispazos visuales vinculados a las drogas) y en su afán de ser fiel al material de origen no comprenda las necesidades del lenguaje cinematográfico (no hacía falta incluir todos los personajes del libro de Pynchon).
En el desfile de encuentros del protagonista con los secundarios de turno van apareciendo destellos esporádicos de genialidad que lamentablemente terminan licuándose a medida que descubrimos que el humor es demasiado ingenuo y en esencia depende de las reacciones y “salidas” varias de Sportello, una especie de bufón que en ningún momento va más allá de la mera caricatura del toxicómano más previsible y chato. De hecho, durante el metraje el susodicho se mueve como un cachorro que está siendo adiestrado por su entorno vía técnicas conductistas, ya no sólo incapaz de obrar por cuenta propia sino también sin una personalidad realmente definida, que despierte una mínima empatía a ojos del espectador.
Los principales problemas de la película se pueden resumir en la ausencia de un núcleo temático de peso y la pérdida de aquella destreza formal del director, hoy reconvertida en un esqueleto inerte en función del cual una misma escena se repite en loop como si se tratase de un estribillo quemado (una y otra vez diálogos aburridos abren una nueva línea de indagación que nos reconduce hacia un punto muerto narrativo). La pose arty y caprichosa de Anderson oculta una preocupante falta de ideas, como si estuviésemos ante una autoparodia estilística que pide a gritos ser considerada “irreverente”: el desencanto sólo se atenúa al sopesar la labor del elenco, el único bálsamo contra tanta dispersión…