Despedazado en mil partes.
La actualidad del cine comercial tiene alto metejón con esto de reversionar personajes y films no tan distantes en el tiempo, o producciones que parecen entrar en un ciclo regenerativo cuando su anterior versión todavía esta tibia en las retinas de los espectadores. Pero no se crean que este yeite es potestad exclusiva de los relatos cercanos en el tiempo, las viejas historias también tienen valor de “rebooteabilidad”.
Tal es el caso de Victor Frankenstein (2015), nueva incursión cinematográfica que toma los elementos del universo creado por la novelista Mary Shelley -madre de la ciencia ficción literaria- aunque no los utiliza para contar nuevamente una historia sobre los orígenes del monstruo, sino la de su creador y sus propios conflictos, los cuales lo llevan a esta obsesión de crear vida; todo visto desde la perspectiva de su ayudante Igor, personaje -por cierto- no proveniente de la imaginación de Shelley sino de las previas adaptaciones para la pantalla grande.
El director Paul McGuigan es un hombre más relacionado con el suspenso (El Departamento, 2004) y los relatos sobre crímenes y mafiosos (7, el Número Equivocado, 2006), pero en esta ocasión propone un híbrido entre la acción del Sherlock Holmes de Guy Ritchie y la era victoriana maquillada con estilo steampunk. Lo que en el primer acto se acerca bastante a una historia sobre los orígenes de Igor (interpretado por Daniel Radcliffe), en el segundo y tercero se vuelca definitivamente hacia el propio Doctor Frankenstein (James McAvoy) para revelar el detrás de escena de la génesis del abominable monstruo.
El film no podría ser más sincero en cuanto a sus intenciones: las primeras imágenes presentan la voz en off de Igor diciendo “ustedes ya conocen la historia, ya conocen al monstruo…”, y de esa forma se saca de encima el peso y la responsabilidad solemne de llevarnos por un camino ya recorrido, para así adentrarse en el personaje del científico y su obsesión con crear vida y cambiar el paradigma del orden natural. El guión de Max Landis guarda cierta familiaridad con algunos de sus trabajos anteriores como Poder sin Límites (2012) y Operación Ultra (2015), donde el núcleo de la historia se concentraba en cómo manejar el poder y la forma en que las buenas intenciones pueden desembocar en una situación trágica que se sale de control.
Mención especial para McAvoy y su interpretación del Dr. Frankenstein. El histrionismo del escocés y su magnetismo en pantalla proveen la intensidad justa a un personaje que no es el “científico loco” de la era de Colin Clive y Boris Karloff, sino un hombre impulsado por su obsesión de elevar a la condición humana por encima del raciocinio limitante de su época. Radcliffe tampoco desentona en el papel de Igor, permitiendo ver a través de la narración la evolución de un ser sumiso hacia otro dispuesto a detener la locura de su amo. Ambos personajes poseen un arco interesante, aunque Frankenstein experimenta un giro brusco casi sobre el cierre y se percibe poco desarrollado.
Estamos ante una dosis muy pequeña de terror propiamente dicho, acompañado por un poco de acción, drama e incluso romance. Nada mal para una película sobre uno de los monstruos más conocidos del cine y la literatura clásica (al cual, por cierto, no vemos hasta la escena final), cuya historia está lo suficientemente bien construida como para entretenernos con otros aspectos menos explorados de su universo.