Otra vuelta de tuerca para un icono
“Ya conocen la historia”, aclara la voz en off de Igor (Daniel Radcliffe) mientras la cámara muestra en un contrapicado casi vertical al monstruo creado con retazos de cadáveres humanos en vísperas de la tormenta de rayos que le dará el impulso inicial a su corazón.
La primera escena de Victor Frankenstein parece hacerse cargo de una de las grandes problemáticas de un film basado en un universo que, según Wikipedia, registra casi un centenar de apariciones en cine y más de sesenta en televisión: cómo contar lo mil veces contado, qué vuelta de tuerca darle a una iconografía mundialmente conocida, revisada y analizada. La respuesta ensayada aquí consiste en apostar por una serie de personajes al borde del desquicio y portadores de un delicado equilibrio mental, a los que sitúa en medio de una batalla entre el Bien y el Mal.La responsabilidad del relato recae en Igor. Que en realidad no es Igor. Esclavizado en un circo en el que es víctima del bullying ya no sólo de sus superiores sino también de sus compañeros, el joven jorobado sin nombre escapa gracias a la ayuda de un misterioso médico que ve en él un talento innato después de que salve a la acróbata de la que está enamorado. Porque, claro, el Igor que todavía no es Igor es feo y sucio pero culto, bondadoso y apasionado por la anatomía humana. Así, de buenas a primeras pasa de atracción circense a, ahora sí, llamarse Igor y asistir a ese doctor agnóstico, cientificista como pocos y particularmente eléctrico llamado Victor Frankenstein y que James McAvoy interpreta como si hubiera desayunado un litro de nafta premium durante todos los días de rodaje. La teoría de Frankenstein –si la vida es finita, la muerte también– lo lleva a experimentar con un mono (re)construido al que la cámara del escocés Paul McGuigan (7, el número equivocado; la insufrible Push) muestra con llamativa distancia emocional y explicitud, emparentando este laboratorio con el de John Thackery (Clive Owen) en la serie de HBO The Knick.No es el único punto en común. Tanto aquí como en la realización televisiva de Steven Soderbergh sobrevuela la duda sobre la cordura de esos médicos apegados a un metodismo obsesivo. La potencial locura tiene su lógica: Victor Frankenstein y la serie se sitúan a fines del siglo XIX y principios del XX, respectivamente, época bisagra para el desarrollo científico de la medicina. Pero el escocés recuerda que en Hollywood todo debe ocurrir por alguna razón, y arrancará a injertar las justificaciones de rigor. En ese sentido, resulta más interesante la ambigüedad del agente de Scotland Yard encargado de investigar el robo de animales, un auténtico chupacirios menos preocupado por el caso que por las connotaciones diabólicas detrás del intento de engendrar vida donde ya no la hay.