Hemos de aceptarlo. Después de la jugarreta hecha con “Yo, Frankenstein” el año pasado está bien que varios estemos un poco escépticos frente a un título como “Victor Frankenstein”. El miedo existe, pero por razones distintas y, como suele suceder cuando uno entra al cine, con muy bajas expectativas, el resultado termina siendo auspicioso y entretenido.
Está claro que más vueltas de tuerca a la historia publicada en 1818 son difíciles de aceptar.
La última saga de “Hotel Transilvania” tiene al monstruo como monigote de sí mismo, comedia ya no se puede hacer porque la perfecta y definitiva fue escrita y dirigida por Mel Brooks hace 41 años (“El joven Frankenstein”), hay miles de engendros impresentables como “Jesse James contra la hija de Frankenstein” (1966) - la cual fue vista por quien escribe en “Sábados de Súper Acción -, y hasta Ken Russell, con su “Gothic” (1986), se dio el gusto de adaptar al cine la noche en la cual Mary Shelley concibió su novela. Como se ve, la cantidad y calidad ha sido variada, aunque aquí hay una nueva opción: Contarla de nuevo, pero desde el punto de vista de Igor, el eventual ayudante de Victor Frankenstein, que por cierto ha sido otro invento del cine desde el clásico de Whale en 1931, porque éste personaje nunca existió en el texto original.
“Victor Frankenstein” abre con una imponente toma de un castillo en Escocia y la voz en off de Igor (Daniel Radcliffe) que dice: “ya conocen esta historia”. Esta primera señal de autoconciencia actúa como factor empático con el espectador pues automáticamente abre la mente a las concesiones para poder asimilar un relato que, al pretender ser contado desde la mirada del jorobado (la resolución de este problema físico es gratamente graciosa), debe construir primordialmente lo que la autora jamás puso en papel para luego acomodarse a lo que conocemos todos.
El guión de Max Landis se instala entonces como una revisión, una visita turística al clásico en cuyo recorrido hay atracciones diversas. Deslumbra la dirección de arte de Grant Armstrong, garantizada por una estupenda fotografía de Fabian Wagner que conjuga casi teatralmente los matices cálidos y fríos en los diferentes escenarios.
Más allá de esta buena combinación entre estética y pulso narrativo, hay dos factores que sobresalen en esta producción y que hacen de ella algo mejor de que realmente es. El primero es la dirección de actores y el trabajo de cada uno, en especial el de James McAvoy en el papel del Doctor que juega a ser Dios (o Prometeo, según bien se cita en un pasaje), y el de Andrew Scott que convierte a su Inspector Turpin en una suerte de olla a presión a punto de estallar.
En cuanto a Daniel Radcliffe, sin desentonar, está un par de escalones abajo… intenta crear algo a partir de una criatura grotesca (beneficiada por el maquillaje) y luego empezar de cero cuando se transforma en Igor, llega a algún punto interesante, pero todavía no puede salirse de los recursos usados en las tres últimas de Harry Potter. El segundo factor es la dirección. Así como en aquella pequeña joyita llamada “7, el número equivocado” (2006) Paul McGuigan logra otorgar una razón de ser y accionar (en este caso a Victor) a partir de dos personajes que lo padecen y terminan siendo las dos caras de la misma moneda. Igor y el monstruo son consecuencia de una mente genial y sus logros alimentan su ego.
A uno le cambió un destino de sufrimiento en el circo por una vida próspera y fructífera, al otro directamente lo creó y le dio vida. La construcción de la siquis es sin duda el plato fuerte.
“Victor Frankenstein” es, en definitiva, un buen logro técnico con momentos de muy buena factura, toques de humor justos y actuaciones sólidas. La historia podrá quedar algo rezagada, pero al menos no abre posibilidad de secuelas. Ya es bastante.