Un Frankenstein de tono filosófico más que terrorífico
El guión escrito por Max Landis y filmado por Paul McGuigan se centra en las preguntas de Mary Shelley.
La moral científica, la creación y destrucción de vida y la audacia de la humanidad en su relación con Dios que la escritora inglesa Mary Shelley planteó en su novela gótica Frankenstein o el Moderno Prometeo (1817), se encuentran clara y absolutamente presentes en el relato de Victor Frankenstein, película anglo-americana dirigida por Paul McGuigan
En este cuento que reconoce fidelidad a las preguntas de los originales de la autora --fueron varios corregidos entre 1816 y 1838--, se encuentra a un Victor Frankenstein (James McAvoy) estudiante de Medicina, hombre obsesionado con el poder de la electricidad para revivir cuerpos ya inertes.
En sus furtivas recorridas por sitios de donde pueda extraer partes de animales para sus experimentos, Victor asiste a una función de circo donde descubre a un triste payaso sin nombre (Daniel Radcliffe, definitivamente alejado de su Harry Potter), un jorobado sometido casi a esclavitud, que demuestra sus conocimientos de Anatomía, una `mano de cirujano´ talentosa al salvar la vida de la acróbata Lorelei (Jessica Brown Findlay) que se desplomó en plena función.
Fascinado, Victor decide rescatar al joven clown a costa de cierta confusión y muerte, y a convertirlo en su asistentes y proveyéndolo de una nueva vida e identidad, la de Igor Strauss, antiguo amigo desaparecido en circunstancias desconocidas.
A diferencia de otras películas que han tomado al personaje de la criatura de Frankenstein para elaborar un relato de terror a partir del dilema "fe o razón", el guión de Max Landis enfoca en Victor Frankenstein para versar en el citado dilema y en los riesgos de las creencias fundamentalistas sobre la validez de uno u otro concepto.
Para eso la narración se realiza desde la mirada de Igor, un ser casi inocente y despojado de todo prejuicio, que mediará entre la razón pura de su actual mentor y la religiosidad al borde del oscurantismo del inspector Turpin (Andrew Scott).
Igor actuará como lo hacen las preguntas filosóficas y Lorelei obrará como una suerte de consciencia externa que le permite tomar distancia para hurgar en las motivaciones de un científico que juega a convertirse en el mismo Creador que niega.
El tratamiento que hace McGuigan procura responder a las demandas de espectacularidad --por momentos excesiva-- , quizás con la lícita intención de captar la atención hacia la médula de la narración.
Desconectado, se siente el subrayado inicial y final sobre el título del filme.