La cuarta película de Juan Villegas es un amable retrato de una cantante en la que se divisa una relación con la música inconmensurable al espectáculo
En un viejo tema musical de Luis Alberto Spinetta, incluido en su notable álbum A 18’ del sol, un tema comienza afirmando: “Toda la vida tiene música hoy; toda las cosas tienen música…”. Durante los 70 minutos que dura Victoria, el afable y encantador retrato que Juan Villegas hace de una cantante tan extraordinaria como el Flaco, aunque menos conocida, esa letra se amolda a la perfección frente a las acciones simples que orquestan la vida cotidiana de una artista. Viajar en tren, cocinar, llevar a un hijo a la escuela no son estrictamente elementos musicales, pero aquí todos los actos cotidianos funcionan como el contracampo necesario de la música que se escucha.
Victoria Morán es una cantante popular. Principalmente interpreta tangos y aquí algún que otro tema folclórico. Morán vive en algún barrio del conurbano bonaerense. Su vida es una entre otras. Como artista, Morán editó de forma independiente un disco varios años atrás y en la película, entre tantas otras cosas que realiza, se la ve grabando una nueva placa. Musicalmente, su estilo vocal remite a Nelly Omar, y Victoria así lo reconoce, como si ella fuera, sin habérselo propuesto, la inesperada y natural heredera de una sonoridad interpretativa. Al respecto, en cierto momento la joven cantante contará al pasar una anécdota hermosa, lo que revela la poética del filme inscripta en el peculiar encanto de lo fugaz. En Victoria se reúnen escenas de la vida cotidiana, pero justamente en el intersticio de lo ordinario Villegas descubre un lugar específico para el arte que rara vez se le asigna: la música como una forma de habitar el mundo.
Villegas tenía que vencer cierta forma engañosa de filmar la música, la experiencia que se establece con ese universo invisible que determina sigilosamente el campo de lo visual. La ostensible normalidad de la artista aquí elegida se lo exigía. La dificultad en cuestión consistía justamente en lograr alejarse de la imagen establecida del músico romántico, consumido por la obsesión y su excentricidad. Morán no es ni Beethoven, ni Kurt Cobain, ni Chet Baker.
En otros términos, Villegas tenía que destituir la idea del espectáculo como estética y hallar un modo de registro en el que la música y la vida (cotidiana) estuvieran yuxtapuestas. Sucede que el concepto de espectáculo instituyó una idea errónea, o al menos restrictiva, del músico. Es por eso que nunca se la ve a Morán en un concierto. Verla dando clases, practicando con sus músicos, grabando un tema magnífico como Adiós felicidad, guitarreando con su padre en una reunión familiar, es suficiente para entender su arte. La música no resulta una diligencia y asunto de genios sino una forma discreta de vivir una vida.
Tres o cuatro planos de Victoria viajando en un tren abren la película. Otros tres o cuatro planos abiertos sobre la casa de la cantante al amanecer, un plano del barrio y el cielo, la cierran. Entre esos dos puntos, solamente vemos la sensible interpretación de las partituras cotidianas que ejecuta una artista excepcional. Música y vida se confunden, y el cine también desdibuja en esta ocasión la distancia entre la vida que fulgura en la pantalla y la que es independiente del registro de una cámara.